sábado, 26 de junio de 2010

El túnel

El túnel
Luis Brotons (Claudio L. Quinzaños Ripoll)

No cabe duda que el mayor de los pecados de la humanidad es la soberbia. No en balde está catalogado dentro de los siete pecados “Capitales” de la humanidad. La soberbia siempre llevará implícito pretender un dominio sobre los demás, y quien es dominado por tal pecado, siente estar mejor ubicado en la escala de lo social. Casi nadie está exento de tal vicio, si no, analicemos el desdichado término “naco” tan arraigado en el habla de casi todos los habitantes del Distrito Federal. “Naco”, para algunos, es quien tiene menos recursos materiales, con independencia de su cultura o posición social. Para otros, el término se confiere a quienes habitan en un barrio con menor prestigio del que habita el rudo ofensor. Muchos otros denominan de tal suerte a quien viste diferente, se peina con distintos tipos de ungüentos o debido a algún peinado particular. Y les llaman así, también por utilizar marcas de ropa, lociones, desodorantes o pantalones que no corresponden al supuesto nivel social del insultante quien se considera como mejor, y además siente estar exento de ser llamado como de ese tenor.

Cuando se analiza más a fondo el término se puede observar su utilización en todos los medios socioeconómicos, culturales y sociales de nuestra sociedad. Es decir, siempre seremos nacos para otros quienes así nos han catalogado por razones muy parecidas a las expuestas atrás o tal vez por quienes pertenecen a otro nivel o hasta “casta” social. Así, la cadena de “nacos” es como una cadena sin fin en donde todos queremos estar fuera de tal clasificación pero al mismo tiempo, también tendemos a otorgar el triste título a los demás.

Tú, querido amigo Alonso no podías sustraerte de esta cadena de “nacos” que sólo por el hecho ser soberbios debieran también ser clasificados de esa manera. Y mira, cómo también caigo yo mismo en la misma condición de soberbio-“naco”, sólo por haberte clasificado así.

Durante años te has dado cuenta que tu peor falta o tu mayor defecto ha sido la falta de amor hacia los demás. Ya desde niño habías aprendido que pertenecías a una clase diferente sólo por el hecho de que tu papá tenía más dinero que muchos de los papás de tus compañeros en el colegio. Y recuerda a tu mamá:

- Comerás puras porquerías- decía, cuando le pedías permiso de ir a casa de uno de tus amigos a comer-, esas familias no saben comer – se burlaba- siempre sopa aguada, sopa seca y un guisadito-, haciendo énfasis a las diferencias sociales existentes entre tú y los demás hasta en la mesa por compartir.

Entonces comenzaste a vivir de forma diferente. Cuando visitabas a tus amigos, lo hacías desde tu pedestal. Cuando ellos eran quienes te acompañaban, en esas rarísimas ocasiones autorizadas por tu mamá, eras tú quien se regodeaba por dentro al creer que sí; ¡eras diferente y por lo mismo superior!

Fue en la prepa cuando comenzaste a conocer otra realidad. Conociste a Allende, al Che, a Castro, también, a tu novia, tus amigos y tu propia experiencia con el mundo real. Así, te percataste de millones de jóvenes luchando por un mejor equilibrio social y, en ese momento, entendiste tu posición como miembro del “enemigo” aquél, por quienes muchos jóvenes de tu edad morían al enfrentar estados autoritarios y conservadores. Eras tú, quien desde ese pequeño mundo de mentiras habías colaborado para favorecer la existencia de esos distingos en oportunidades y vivencias. Y también fuiste enemigo cuando aquellos jóvenes lucharon en esos años sesentas y setentas del siglo décimo nono. Y luego añorarías sus propias causas y entenderías, aunque muy tarde, que tú no querías ser victimario de tal desolación.

Y más adelante adquiriste la costumbre de dar limosna a quienes suponías los más jodidos, a los viejos de la calle, a los vagabundos a los más despreciados (y ahora hasta asesinados, por algunos bándalos, por el simple gusto de verlos sufrir). Seres que son en apariencia desperdicios sociales; hombres y mujeres que han vivido en el alcohol, en las drogas o simplemente han padecido de alguna enfermedad mental. Así, dando esas monedas, a manos, sobre todo agradecidas, quieres reivindicar las culpas de tu pasado cuando creías ser superior.

Ya no esquivas ahora lleno de asco las manos de un niño moquiento cuando te detiene, cumpliendo la tarea impuesta por sus padres: pedir un poco de caridad. Ni te crees ya mejor de quienes han vivido pobres en lo económico pero muchas veces enriquecidos por su compromiso con los demás. No, ahora supones que porque votas por los partidos de izquierda, o porque acudes a los conciertos populares estás logrando una mejor condición en el concierto social. Pero te esfuerzas vanamente, porque la soberbia se ha vuelto karma en tu existir.

Y no tengo más observaciones por ahora, Alonso, sólo reviso tu recorrido desde CU hasta Hidalgo en tu supuesto viaje al mundo de lo trascendental.

Vas en carrera desbocada, a unos quince o veinte metros de profundidad. En tu “i-pod” escuchas una selección musical distinta de lo que gusta a quienes te acompañan en esta ocasión, pero eso no te hace mejor o peor aún. Al inicio de tu viaje, suena la voz de Cesárea Evora, con sones de carnaval, pero la adoras sólo por ser extraña al gusto popular. Hace mucho calor y no te desesperas, Alonso, aunque eso te lleve a recordar, por momentos, los infiernos de Dante. ¿Te habrás condenado ya y estás en los infiernos? –sonríes sólo de pensarlo-. Sigues adelante hundiéndote, más y más, en ese oscuro túnel bajo la tierra y no te importa sentir, en ocasiones, interrupciones de sonidos extraños que surgen como cuchillos a tus oídos: sones de salsa, cumbia o merengue y siempre acompañados con pregones melódicos de un pasajero quien a modo de orden dice: -Señora, señor, señorita… ¡En esta ocasión, se va a llevar lo que hoy traigo a la venta! Representaciones internacionales ha sacado a la venta el nuevo éxito…” -, y lo vives como si realmente te forzaran a comprar.

Pero no sucumbes a las tentaciones provocadas por ese tipo de ofertas. Ni siquiera a aquellas con la promesa de darte un mayor conocimiento o pericia en la computación. Tampoco, con la oferta de versos dulcísimos y chabacanos de un autor popular. Así, agradeces siempre a ese dispositivo auricular, por permitirte escuchar tu propia música: selecciones de ópera, música sinfónica, piano, tango, flamenco y hasta música más bien comercial. Subes aún más el volumen de tu aparejo para evadirte de esa realidad, ahora chocante para ti. Y de pronto descubres a un viejo cerca de ti.

Te parecía agonizante. Te fijas bien en él y comprendes que no; ¡no está muerto! y para tu sorpresa, le escuchas al hablar. De él surge, en medio de tu propia música, una vocecilla que invita a comprar una suerte de congelada con sabor a chamoy.

Miras con vaguedad hacia un lado y otro, encuentras seres siempre extraños para ti. Captas rostros que en tu personal desinterés, no tienen nombre, edad, historia propia o afanes y turbaciones y te conviertes en su igual. Te percatas de los sueños de quienes han quedado dormidos, los ves flotar, y adivinas sus tardes en el billar o hasta sus noches en un lupanar, sin comprender que tal vez durante la noche no pudieron dormir por alguna desazón como te sucede tantas veces a ti.

Y surgen como fantasmas en medio del trajín cuerpos gordos, flacos, sudorosos, menudos y hasta cuerpos enormes; te avientan y te la mientan mientras luchas por conseguir una mejor posición dentro de ese corral de metal. Y hay mareas de hedores, humores y pedorreras silenciosas las cuales te ofenden pero también forman parte de tu excursión. Entonces, te agarras de lo que puedes, el vaivén de aquel que ahora supones un catafalco de cuerpos muertos en la indiferencia general, se vuelve látigo y te avienta contra los aceros hiriendo tu cuerpo o, hacia esos tipos extraños quienes golpean tu rostro, tus piernas o tus brazos para advertirte tu situación de no ser más, ni mejor, ni peor. Y coges tubos, brazos, manos y hasta los hombros cuando te lo permiten tus compañeros de suplicio. Y se escuchan disculpas, mentadas y hasta te enfadas, pero, contra ese vértigo provocado por el insensible conductor, no hay mucho qué hacer. Y así, el movimiento, entonces, cumple con su función de entropía al acomodar a todos en compacta formación.

Ya con una posición más benigna tratas de mirar fuera de la lata vertiginosa y sólo adviertes un rápido reflejo en contra dirección y te asustas al escuchar el chirrido metálico del cajón viajando en contrasentido, y te angustia el siseo de su velocidad. E imaginas aquellas láminas y sus acompañantes al colapsar en un terrible accidente. Te aterra pensar en la escena a la mitad del túnel cubierta de sangre, de llantos, de gritos... De gente con quien jamás pensaste compartir ni el morir.

Crees ver ese vaho de los alientos infectos, ofendiéndote, mancillándote con una supuesta invisibilidad. También escuchas el goteo de torrentes de sudor, o percibes la fétida orina ya seca en ropas sucias con dos o más días sin permutar. Y adviertes tinturas de agujas que exhiben demonios, calaveras, cuchillos, santos, nombres o hasta monstruos en una creación prolija, en brazos, torsos, piernas y pechos de tus compañeros en ese colectivo padecer. Y aguantas, pues, y te sitúas como un simple observador extraño a quienes te rodean pero finges tu hermandad.

Viajas ahora a más profundidad, Alonso. Y te seguirán momentos de mayor intranquilidad, tu bonhomía se pone a prueba. El vaivén y todo se ha transformado en un nuevo latigazo, aventando a todos hacia el frente, por la inercia que obliga. Se hace el silencio y el calor empieza a hacerse insoportable. Con toda seguridad has llegado a tu purgatorio imaginario. No hay ya ni una brisa ahí. Hasta los pregoneros callaron. La música hermosa, surgida de tu particular auricular, ahora lastima tus oídos por la presión del artefacto. Poco a poco se han apagado todas las voces; quienes dormían despiertan, la luz artificial titubea, y surgen rápidos destellos, acompasados de una oscuridad sólo percibida a cincuenta metros de profundidad. Surge un ambiente de tensión generalizada, el silencio reina y te comienzas a angustiar.

Te pones a recordar la caída de la mañana. Y te sientes de nuevo frágil, inerme, solitario y confundido entre las mareas humanas donde siempre has creído ser una pieza más dentro de esas masas en un permanente tránsito por la ciudad. Tu soberbia traicionó una vez más tus ímpetus de amor esa mañana, Alonso. Fue al salir del Metrobús, en la estación de “Perisur”. Querías bajar ahí como muchos, pero una parejita de novios, ella uniformada de médico y él vestido –pensaste, de patán- se ubicaron como postes en medio de la puerta y se esforzaban por no salir ni perder su ubicación en el centro del acceso al autobús. Ese tipo, reflexionaste, creyó eran momentos de mostrar a su hembra que él era un macho brindándole protección. Así, empujaban ambos oponiéndose a quienes intentaban salir. Toda una batalla de fuerzas y tal vez para algunos de poder, pensaste. Y tú, tu eras uno de los que mayores derechos creías tener para salir con libertad. Derechos, consideraste, adquiridos dada tu condición de burgués con cierta preparación y presencia y te hacían diferente de los demás.

Unos jalaban, otros empujaban y tú ahí sin poderte asir de algo fijo para salir, entrar o por lo menos no resbalar. Saliste pues, pero tropezaste y caíste entre el autobús y el andén. Entonces, gritaste pendejos a los viajantes emparejados, la estudiante de medicina y su imbécil galán.

Poco amor mostraste, como tantas veces, ahora el viaje continúa y quieres seguir con tu selección musical. Y te siento lejano de todo a tu alrededor, te haces acompañar por, la majestad de Donizetti y tratas de mostrar, quién sabe a quién, algo de amor en el resto del trayecto. Pero aquellos gritones quienes sienten son dueños de los vagones insisten en pregonar más aún. Y su música de barrio te invade y distorsiona las suaves notas de la “Furtiva Lacrima” cantada con tanto sentimiento por Di Stefano, y te enfadas y llegan otros pregones, y otros les siguen como en un desfile desquiciante y llegas a desesperar. Te esfuerzas y piensas, ¡sólo trabajan! Eso te hace sentir mejorado en tu orgullo y no como cuando un ente lacrimoso te pidió un poco de compasión y sólo se te ocurrió ignorarlo. O en aquella ocasión cuando te ofendió el rancio humor de la viejita vestida de negro y pedía algún dinero para pasar su viudez; te burlaste de ella, cubriendo tu cara ante la risa de todos tus compinches del club. Ahí siempre habías estado pecando, reconoces, ¡Y de un modo capital!

Crees ser mejor ahora, ya no desprecias a los viejos de la calle, concurres con las masas al concierto popular, dices ya no pecar, crees ser mejor porque desde tu juventud entendiste el valor de los demás. Te empeñas en esos pensamientos, te agarras del recientemente adquirido sentimiento de bonhomía y entonces te llega un tufo; uno no percibido con anterioridad y ha invadido el espacio. Observas a derecha, e izquierda y descubres que proviene de un crío, y la fetidez surge entonces, avasalladora, incontenible, insoportable. ¡Es el terrible exudado del chemo, del resistol, el cemento, el thiner! Doblemente pecas ahora contra ese crío: por su olor y el advertir que es casi un niño quien te ofende sin darte cuenta de ser tú quien le ofendes a él y sólo por tratarlo de juzgar así. Pero, si te fijaras más, tal vez retirarías las culpas con las que le señalas. No más de trece años tiene, y una desolada mirada se advierte en ese pálido y esquelético cuerpo, tal vez por un triste pasado culpable de llevarlo hasta aquella verdad. Hiede su ropa si, también su sudor y su aliento, claro; pero espera, nuevamente quieres escapar, huir a tus desahogos, tus holguras, a tus perfumes y a tu siempre presente soberbia. Y de pronto y con arrepentimiento, te das cuenta de haber vuelto a pecar. No podías hacer nada por el chico te justificas, ¿o tal vez no querías? Y respondes que tampoco él te lo había pedido y en todo caso no era tu vida, tampoco tu problema. –Ni mi culpa- gritas a tus pesares. Simplemente lo ignoras, tratando de evitar el reflejo en tu cara de cualquier señal de asco. Y mira, Alonso, al menos pudiste ofrecerle un poco de respeto, ni siquiera eres capaz de sentir, ya no amor, sino tan sólo algo de compasión.

Ahora con suavidad hace su arribo el convoy. Por fin llegas a tu destino. El vagón ha abierto sus puertas. Llega algo de aire; ¡Estás vivo! Luchas contra quienes se afanan por entrar antes de permitirte salir. Vas rumbo a Bellas Artes. Tu destino es la exposición de René Magritte y cruzas por la Alameda Central. Te has perdonado de nuevo, y hasta olvidas. A tu paso observas otra vez gente sin personalidad, gente que hace tumultos cuando está reunida y te percatas de pronto que estás libre de ese niño en el tren. Y sí, estás libre de tu encierro pasajero, tal vez del sofoco, pero te lastimarán el resto del día los recuerdos del túnel, las angustias de tus propias miserias y cómo en el anonimato de unos cuantos minutos volviste a fracasar en el amor.

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