viernes, 27 de agosto de 2010

¡Qué caray!




¡Qué caray!

Luis Brotons
Agosto de 2010

- ¿Qué pasó Conrado? - ¿Quiubo Compa? --Se saludaron con el ritual acostumbrado: se tocan la punta de los dedos medios en una palmada discreta, cierran ambos los puños, los chocan y entrechocan las manos. Tal y como lo hacen siempre los amigos y conocidos de lo barrios populosos de la ciudad de México--. El Compa iba de camino para su casa cuando vio a Conrado en la esquina acompañado por un cuate con quien estaba bebiendo unas cervezas. No es que a Compa le hubiese dado tanto gusto desviar su camino, pero Conrado le debía 500 pesos desde hacía tres semanas y ya no sabía ni cómo cobrarle. Habían sido buenos cuates, pero la última semana, hasta se metía a su casa fingiendo no haberlo visto cuando se encontraba al compa por el rumbo.

Conrado había cambiado mucho desde su matrimonio --pensó el compa--. Siempre había sido trabajador y cumplidor. A partir de entonces las cosas ya no eran iguales. Bertha, su mujer parecía gustar del trago, le habían dicho, y Conrado a quien no le disgustaba nada la borrachera la acompañaba a todas las fiestas del barrio. Se decía, andaban briagos todo el tiempo y llegaban muchos viernes a su casa hasta bien entrada la mañana del sábado. Y bueno, pues Conrado ya ni trabajaba el taxi, ni tampoco en la plomería que tanto dinero le había dejado. Para el Compa aquellos quinientos pesos, no eran sólo un asunto de dinero, finalmente por esa cantidad no iba a ser ni más rico ni más pobre; pero no le gustaba dejarse estafar por nadie, ni por Conrado quien había sido su mejor amigo desde la secundaria, hacía ya veinte años, aun cuando nunca le platicó de su vieja y ni se la había presentado. Pero la deuda no pagada era --pensaba el Compa-- como una cuestión de honor. El Compa había logrado superar las miserias del barrio donde vivían con mucho esfuerzo, aunque todos ahí sabían de su trabajo en la Compañía de Luz, donde recibía muy buenas propinas por aguantar unos días más sin cortar la energía a los consumidores morosos. Y además, era bien conocido el modo como consiguió el trabajito aquel; heredado de su padre cuando éste se jubiló cinco años atrás.

El Compa siempre se mostraba muy exigente y apegado a las reglas cuando reprendía a los clientes atrasados en sus pagos; ¡Era todo un buen burócrata! Les informaba, casi en son de regaño y con cierta paternidad la importancia de pagar a tiempo sus recibos para no pasar por esas dificultades. Pero cuando algún consumidor insinuaba la posibilidad de llegar a un arreglo favoreciéndose ambos, el Compa se mostraba escandalizado y hasta ofendido al principio, luego poco a poco cedía --de acuerdo a un guión preconcebido-- al cohecho, y se justificaba con el moroso al asegurarle su intención de ayudar sólo porque realmente había visto buena voluntad en su persona y advertía el afán de corregirse en el futuro y claro; ¡el dinero sería para los refrescos de los muchachos de la camioneta quienes seguramente ya se encontraban en camino a efectuar el corte de energía de alguna cuenta atrasada de la colonia! --El Compa, coludido con los ejecutores de la orden sabía muy bien acerca de las 48 horas de plazo que sólo ellos conocían y autorizaban y les daba suficiente tiempo para recabar las correspondientes bonificaciones ofrecidas por los clientes en mora--.

No toleraba a la gente informal, se decía siempre. Pero esos atrasos le daban la oportunidad, tanto de generar algunos pesitos más para su casa, como también humillar un poco a los morosos quienes siempre le habían resultado antipáticos por descuidados en sus responsabilidades. Para el Compa cuyo único pecado era el romance con la despachadora de las camionetas quien le hacía el paro con los morosos y además le permitía sus muy buenos apapuchones, cuando los jueves --informaba a su mujer-- asistía a las juntas del sindicato. La Güera, a quien llamaban así todos en la oficina y de quien nadie conocía su nombre, parecía no tener llenadera con eso de los arrumacos, pues no sólo en Compa la invitaba los jueves a comer y después al hotelito, también parecía tener el resto de las tardes de la semana comprometidas con otros, cosa que a él no le importaba, mientras tuviera la suya propia. Y ella, la consentida del gerente, no tenía problemas si algún día faltaba o llegaba tarde al trabajo ya que siempre el reloj de puntualidad y asistencia, de forma milagrosa marcaba, a tiempo, su tarjeta de entrada y salida. Al Compa, la Güera sólo le pedía aquellas tardes del jueves, pues era muy cumplidor y bastante sabrosón, le decía ella. Fuera de esto, él siempre fue atento con su mujer, y a los niños en casa siempre les prodigó con juguetes y golosinas. Era, de acuerdo a su propio juicio, un magnífico padre de familia y un ciudadano ejemplar y cumplidor.

Pero el Conrado se estaba pasando ya con la deuda, era como todos aquellos clientes atrasados de la Compañía de Luz. Tres semanas desde que le pidió aquella lana, según para comprar una llave “Bellota” de plomería y no daba visos de pagar. Todos esos días parecían una burla para el Compa. Eso, definitivamente no lo iba a permitir y Conrado sabría quién era él realmente.

- No te pases Conrado, me debes quinientos pesos desde hace tres semanas y ya no he vuelto a saber de ti. Ya ni el teléfono contestas y cuando me ves por la calle hasta huyes. Si no es porque te agarro aquí en el zaguán de tu casa, ni me saludas. ¡Órale, págame de una vez!
- Aguántame tantito Compa, he estado medio atorado de lana. Mi vieja, la Bertha, siempre me anda pidiendo para sus perfumes y vestidos p’al trabajo. Ándale, te los pago con intereses, te daré seiscientos, pero aguántame unos días más; ¿Somos o no valedores?
- Si güey, lo somos, pero de plano me quieres ver la cara de tu pendejo. Ando chíngale y chíngale todo el día en la oficina y en cambio tú nada más de pedote con tu vieja de quien ni tengo el gusto. Ya ni el taxi te prestan que porque no les pagas la cuenta diaria. Y de la plomería no haces nada y según tú, querías comprar esa herramienta tan finolis para una chamba muy bien pagada. Sí, soy tu valedor Conrado, pero me estás quedando mal y bueno, tampoco a mí me gusta estarte rogando todo el tiempo --dijo esto último ya francamente enojado--.

Conrado volteó a ver al amigo con quien andaba esa tarde, buscando en su mirada ayuda para callar al Compa y seguir, ellos con sus asuntos. El amigo murmuró algún improperio por la impertinencia del Compa. Ya le había visto antes y nunca le cayó bien. Siempre lo sintió muy creído por su trabajito en la Compañía de Luz, pero no era más que uno cualquiera del barrio y a él no lo iba a apantallar. – Hazle el paro al Conra, el domingo te paga, pero ya déjanos ¿no ves que tenemos bisnes y no nos dejas concentrar? Esto sí es algo grande, cuate, no tus mugrosos quinientos pesos que ya ni chingas… -- Comentó burlonamente el amigo--.

- ¿Quién te preguntó güey? el pedo es entre el Conrado y yo. Métete en tus asuntos yo a ti, ni te estoy hablando.
- Calma Compa, tranquilo. Mi cuate tiene mal carácter --miraba al amigo, insinuando que nadie se le ponía bravucón por los poderosos brazos que dejaba ver--.
- No te me esponjes, mi Compita, dame chance hasta el domingo y verás; ¡hasta seiscientos te voy a dar! Pero aguántame.
- No mames Conrado --lo dijo ya caliente con lo dicho por el intruso-- Me vienes diciendo eso hace tres semanas. Ya valió madres hasta nuestra amistad ¿no éramos valedores? Te pasas
--dijo, ahora sí gritando--. A mi nadie me tranza, y ni tu pinche amigo me asusta. Me pagas ahora o te armo todo un pancho aquí en tu cantón.
- Ya párale Compa. No te pases con mi cuate. Aguántame con tus quinientos varos, te lo digo derecho, y no quieres oírme. Me va a valer madres si mi cuate te calla el hocico por andarlo pincheando. --Conrado contestó ya ardido por lo que el Compa había dicho--.

- ¿No quieres tu dinero el domingo? ¡Pues, a chingar a su madre! Y, hágale como quiera, güey, amenazó Conrado quitándose la chamarra.

El Compa se puso rojo de coraje por el orgullo apabullado. Conrado además de quererle ver la cara, ahora hasta lo amenazaba, envalentonado por la presencia de su amigo. Esto no podía quedar así, pensó. Haría algo al respecto, debía superar las amenazas y desfachatez de Conrado. No se iba a ir a los golpes, no, pues perdería. Pero… ¿y enseñar la navaja de botón que siempre llevaba consigo? Claro, él sabía que se la podían quitar entre los dos pero ahora ya no le importaba nada, ni su dinero, ni su amistad; debía mostrar quién era él. Su dignidad estaba en entredicho y siempre se había ufanado ante la familia: “sobre mi cadáver, los valedores del barrio me van a humillar”.

El orgullo rebasó toda prudencia, de su chamarra extrajo el amenazante instrumento. Con un solo toque al botón, del mango surgió la hoja acerada, brillante, filosa, puntiaguda y con el suficiente tamaño como para herir de muerte a quien se la enterrara. Levantó brazos y manos, en un rápido movimiento, blandió el cuchillo con la mano derecha y colocó en semicírculo las extremidades a ambos lados del cuerpo; inclinó el cuerpo unos cuantos grados con actitud de estar listo para el ataque y mostró, a sus contrincantes, hasta dónde era capaz de llegar para defender su honra vapuleada. Esta postura le permitía demostrar que poseía una buena destreza en el manejo del arma y sintió cierta seguridad aunque en realidad, se sabía un inexperto en el dominio de cualquier tipo de arma. Se balanceó un par de ocasiones para amedrentar a ambos contendientes quienes no dejaban de observar los movimientos del Compa. La borrachera de ambos era una gran ventaja para él --pensó éste, aunque con cierto temor por su real falta de destreza en el manejo del cuchillo--.

- Ya estuvo Compa. No te lo tomes así. Voy a pagar, ya te lo dije. Sólo dame hasta el domingo, vas a ganar un ciego. Ya no manches, güey.
- No güey, me pagas ahora mismo, cabrón. Dile a tu vieja que traiga la lana. Ya me cansé de esperar. Y si no hay dinero, pues un reloj o de perdis la tele. Ahora sí me vas a pagar, ¡esto ya valió madres! Y diciendo esto lanzó el primer navajazo a su amigo.
- Aguanta, aguanta --dijo el intruso--, su fuerza y estatura bien podrían detener al Compa de su agresión. – No te estés pasando de verga. Ya te dijo el Conra cuándo te va a pagar. Ya no la armes de tos o te rompo la madre.

El Compa no se iba a dejar tan fácil. Comenzó a cambiar de mano la navaja, lanzó algunos embistes, más para apantallar que para hacer daño. Con cada acometida del Compa los otros dos lanzaban patadas para desarmarlo. Poco a poco fueron llegando varios curiosos y en vez de protegerse, se arriesgaban a recibir un navajazo si se desprendía el arma de la mano del agresor. ¡Ah! Pero la expectativa de ver sangre animaba su morbo y no hacían nada por detener la gresca. Alguno hasta animaba y dirigía al Compa a tirar con más acierto. Otros animaban al Conrado y su amigo para darle su merecido al presumido aquél quien tanto les había afectado en el barrio. El bullicio de todo esto alteró a Bertha, bajó corriendo al zaguán e indagar si era por su marido tal caos.

Algunos avances con la navaja lograron herir la piel de los dos borrachos, unas gotas de sangre asomaron y esto animó más a la concurrencia y aullaban, animando al agresor a defender su honor. Otros más sensatos, pedían calma, querían interponerse entre los contendientes pero la navaja cortaba sin distinguir al enemigo y resultaba disuasiva para quien se decidiera a intervenir. También alguno se percató de la ebriedad del Conra y su amigo y pedían justicia al atacante, le recordaban la regla preciosa del barrio de no andar peleando con borrachos, le decían maricón, porque sólo al verlos ebrios tenía valor para atacar.


- Ya párele desgraciado, --gritó Bertha al salir del zaguán, sin ver quién era el tipo de la navaja, pues había girado el cuerpo por esquivar una patada--. Ningún hijo de la chingada va a venir a mi casa a armarla de tos. Dígame qué se trae con mi marido y no nos venga con amenazas.
- Le debo quinientos que le debo, vieja --dijo Conrado-- aunque la verdad es que…

El envalentonado Compa volteó de pronto y en seguida reconoció a la “Güera” de la oficina, ésta, al mismo tiempo calló por un sesgo profundo hecho por la navaja en su cuello al salir disparada por el puntapié lanzado por el intruso. Cayó Bertha sobre sus rodillas y llevando sus manos al cuello sólo alcanzaba a gorgorear como en un ahogo.

- ¡Ya párenle! --gritó alguien de entre la muchedumbre--. La vieja del Conra está herida. Aguanten tantito, ¡la navaja se le clavó!

Al final enmudeció la Güera, pues la cuchilla había atravesado toda la traquea y parte de la yugular. Con la mirada suplicó al Compa no la evidenciara frente al marido, pero ya era demasiado tarde; el Compa había gritado, ¡Güera, güerita!, ¿pero qué haces aquí, chulita? ¿Por qué andas defendiendo al Conrado? ¡Mi nena! Pus ni era la bronca contigo.

Todos voltearon hacia donde yacía Bertha. En efecto, la navaja sólo mostraba la empuñadura, el metal quedó enterrado en las carnes de la mujer. Por el botón del arma goteaba con profusión un chorro entrecortado de sangre que poco a poco dejó de emanar. Cuando el flujo se hacía más débil, la piel palidecía y en el rostro de aquella mujer, aparecía la máscara del final. Ahora el griterío era para pedir ayuda. – ¡una ambulancia! –gritaban--. - Sáquensela --dijo una vieja--. - - - - Mejor apriétenle ahí --señalando un punto del cuello para ocluir la yugular, dijo el intruso--.

Y Conrado quien siempre sospechó de su vieja cuando decía ser líder dentro del sindicato de electricistas, entendió, al fin, en qué consistían tantas juntas con los compañeros. Ahora quedaba claro: Bertha se divertía sin él desde que la diabetes había traicionado sus erecciones, antes tan frecuentes y duraderas. Volteó hacia el Compa y furioso se fue a los golpes contra él, y al no poder éste, ni meter los brazos para defenderse, cogió el cuchillo que había herido fatalmente a la “Güera” y penetró limpiamente el tórax del despechado amigo. La policía llegó en esos momentos, la gresca había dejado dos cadáveres y una deuda sin pagar como resultado.

Todo era un caos. El Compa y el amigo de Conrado corrieron hacia donde yacían los esposos. El pleito se había olvidado, también la borrachera. Quisieron reanimar ambos a Bertha, luego el intruso detenía la cabeza de Conrado y pensaba que así no podría morir. Sólo el Compa entendió a la perfección lo sucedido. La navaja saltó de su mano resbalosa con la sangre de sus contrincantes. Salió de sus manos con una patada que el amigo intruso le lanzó. Luego, al sentirse atacado por Conrado tomó el arma y sin más se la hundió cuando lo atacaba furioso. Pero él, había sido quien sacó de inicio la navaja. Sobre él caían todas las miradas. La chusma le acusaba, lo señalaron como criminal y en unos cuantos minutos era empujado por los patrulleros al interior de su vehículo, justo cuando algunas voces pedían ya justicia de barrio, es decir, por propia mano, para vengar la muerte de Berthita y el Conrado.


Al ministerio de justicia fueron a parar “El Compa” y “El Intruso”. Todos los testigos señalaban a un único culpable, aunque reconocían, sin decirlo, que la patada aérea, causa de la muerte de la Güera, había sido lanzada por el intruso. El populacho mostraba deseos de vengarse y meter en el bote al Compa quien se había hecho odiar por todos los del barrio desde su ingreso a la Compañía de Luz. En varias ocasiones habían llegado brigadas de la empresa a remover sus diablitos y el muy “cabrón” en vez de ayudarlos por haber sido siempre vecinos, los delataba y bajo amenazas de encarcelarlos por fraude, los inspectores retiraban las conexiones clandestinas, o bien, gustosos aceptaban unos cuantos pesos como gratificación por no hacer más alharaca, con lo que también el “ojete” del compa se beneficiaba, ¡claro!

Un par de testigos dijeron que el intruso había lanzado la patada y herido mortalmente a la Berthita, y así es como ambos fueron a parar a chirona. Ambos, contendientes un tiempo atrás, ahora compartían el mismo separo dentro de la comisaría. Ante las autoridades y encargados de justicia se acusaban mutuamente tratando de salir lo mejor librados de la situación.

El intruso amigo de Conrado sentía que todo el barrio le apoyaría y no le iban a cargar a él nada de esos dos muertitos. El bisne con el Conrado se iba a chafar. Ahora, salir lo más pronto posible era toda su preocupación. Pero, aunque la chusma lo exoneraba, a los polis no les resultaba tan simple. Para ellos, él había estado en la gresca. Por lo menos había incurrido en el delito de riña, no tan grave como el de homicidio. El otro alegaba haber sacado, sí la navaja, pero éste se la había quitado de una patada y había ido a caer en la “Güera”. No lo podían dejar ir así tan fácil. Los peritos tendrían que determinar si había un delito mayor o sólo saldría libre por trasgredir la ley y haber peleado en la vía pública.

Pasaron como tres horas antes de calmarse ambos. El cansancio y el hambre habían hecho su labor al hacerles compartir sensaciones tan apremiantes.

- Todo por sus pinches quinientos pesos, amigo. --dijo el amigo de Conrado-- ya le habían dicho que se los iban a pagar, pero no quiso hacer caso. Ya ve, ahora estamos aquí todos jodidos, con dos muertos y ni un centavo para poderle dar una corta a los polis y encargar unas tortas o algo pa’ tragar.

- Pues yo traigo algo --dijo el Compa-- pídales el favor, a ver si a usted le hacen caso. Y ni me diga del dinero pues ya ve usted, que era una cuestión de honor entre el Conrado y yo. Pero la navaja la pateó usted, no se haga. Yo sí se la enterré gacho al Conra, pero me había atacado él primero, es como se diría “en defensa propia”. Pero lo de usted fue una jaladota; ¡me tiró la patada sin ver siquiera a dónde iba y la navaja saltó para enterrarse en la vieja!

Se hacía cada vez más tarde sin ninguna noticia y el famoso intruso estaba cada vez más raro dentro de la cárcel. La muerte de Conrado parecía resultar algo más que el fin de su existencia. El compa no podía imaginar por qué se trastornaba tanto si al cabo, todo había sido una riña de vecindad.

- Yo no puedo estar aquí más tiempo --dijo el intruso, ante la total incomprensión del compadre-- nadie va a creer que me apresaron por una riña callejera en donde yo realmente no tenía ni vela en el entierro. Tiene que ayudarme; usted tiene que echarse toda la culpa --ordenó ante el estupor del compa--. Le aseguro que va a salir pronto y hasta con una buena compensación por los días en prisión. El Conrado y yo habíamos hecho un negocio de mucho dinero y estando aquí se puede venir todo abajo, créame, nada malo le va a suceder.

El compa quedó atónito de oír tal sandez, - ¿Cómo se le ocurre a este imbécil ahora venir a pedirme favorcitos? Si no fuera por él, tal vez la navaja no hubiera matado a la “Güera” ni él tampoco hubiera tenido que matar a Conrado para defenderse. Tal vez el verdadero responsable de las muertes ni siquiera era él, sino el impertinente amigo. Pero, ¿de qué hablaba? Al compadre le provocaba cierta curiosidad todo ese lío y aunque no quería preguntar directamente al intruso el negocio entre Conrado y él, eso del dinero extra no resultaba tan deleznable a su avaricia. Pero no, no iba a ceder, no confesaría toda la culpa y como siempre él actuaba de manera correcta, aquél fulano tenía mucha responsabilidad y si se tenían que pagar los crímenes, cada cual debía cargar con su condena.

- Ni madres --dijo el compa-- yo no voy a hacerle el paro en el asuntito. Tiene que pagar por la muerte de la difunta y pues yo cargaré con la de Conrado, eso sí, alegaré defensa propia pues hasta ese día se enteró de los cuernos que le ponía la vieja conmigo. Yo ni sabía que era la vieja de Conrado la Güera, la culpa la tiene él porque nunca la presentó y yo la conocí en el trabajo. Ella nunca habló de si era casada o soltera. Sólo sabíamos que le gustaba andar con unos y con otros y bueno, como estaba tan buena, pues más de uno nos sacrificamos. Lo malo es que con todo esto, mi vieja también se va a enterar de lo nuestro y hasta a los niños me va a querer quitar. Habré sido un cabrón con mi señora, pero eso sí, nunca un asesino. Lo de Conrado fue porque si no le meto el cuchillo, me mata él a madrazos pues ya vio usted cómo se puso.

- Mire amigo --dijo el intruso-- si usted me ayuda, su mujer nunca se va a enterar, ni perderá a sus hijos y finalmente todo se resolverá con mi abogado quien es un chingón en estos menesteres. Yo sé de estas cosas; ¡Créame! Mire, le voy a contar lo que el Conrado y yo nos estábamos cocinando, pero de esto, ni una palabra a nadie, de lo contrario no sólo no vamos a salir de aquí también lo voy a tener que “recomendar muy bien” cuando llegue a la grande; ¡y no se la va a acabar! Si me escucha y me ayuda, el plan va a salir a toda madre.

Tanto misterio asustaba al compadre. Pero escucharlo no tenía nada de malo y, finalmente, qué podría perder. Claro, eso de echarse la culpa no lo haría, y era definitivo, pues como dicen, de que lloren en mi casa a que lo hagan en la suya. - Pero --pensó-- van a llorar en las dos, en todo caso… Está bien, cuénteme.

- Le juro, si dice una sola palabra de lo que voy a confiarle lo va a pagar muy caro amigo, no se vaya a andar con fregaderas porque vamos a hablar entre machos, usted y yo. --El compadre asintió con una expresión de temor, aunque hacía un gran esfuerzo por conservar su dignidad que tanto había tratado de mantener desde su ingreso a la compañía de electricidad--. Yo conocí al Conrado hace ya más de cinco años, cuando él aún manejaba el taxi. Un día me llevó hasta Cuernavaca para un asunto de trabajo, con el cual no me podía retrasar más. Y como el viaje fue larguito pues platicamos y para qué mentirle, nos caímos muy bien; ¡Ya sabe cómo era él! De ahí nos hicimos cuates y varias veces me anduvo llevando y trayendo a mis negocios hasta llegar un día donde tuve que pedirle un servicio distinto, pues me había fallado uno de quienes me ayudaban con estos asuntos. Se trataba de llevar a una chava que habíamos secuestrado a la colonia de sus papás una vez nos hubieran pagado el rescate. El Conra se portó a la altura, no dijo nada, no opinó y eso me gustó mucho. Simplemente recibió su pago, claro más grande de lo acostumbrado por sus servicios de chofer, y ni preguntó, ni dijo, ni mencionó nada más. El Conrado era un tipo de fiar --pensé entonces-- es de los que se aguantan, se callan y jalan hasta el final con uno en estos bisnes. El mes pasado lo invité directamente a un negocio nuevo. Lo sabía quebrado pues la vieja lo traía corto de lana y ya ni cogía con ella. Estaba bien encabronado, me dijo. Pero un negocito de estos podría resultar una buena ocasión para reconquistarla y salir de donde se encontraba. Aceptó, pues, y esa ocasión se trató de un chavo, hijo de unos güeyes bien ricos con bodegas en la Central de Abastos. No le voy a contar como se organizó todo, ni le voy a detallar cómo lo vigilábamos hasta hace tres días cuando nos trajimos al cuate y comenzamos la negociación con su papá. Conrado esta ocasión participó con más tareas y cuando me lo entregó yo fui el único que sabría dónde lo iba a esconder. Ya hoy por la noche me iban a pagar el rescate y le fui a avisar a Conrado para deshacernos del cabroncito éste y no la fueran a hacer de tos los papás. Nos echamos unos tragos y entonces, usted llegó a armar sus panchos con Conrado y pues aunque ya hoy no se haga nada con el chavo, si no le llevo de comer, en cinco días va a comenzar a apestar y entonces sí va a valer madres todo. Por eso le pido su ayuda. Si usted se hace responsable de todo lo de hoy le juro que voy a estar muy agradecido y ni llegará su caso a las autoridades del ministerio público. Tengo cuates por aquí quienes han estado viendo para otro lado mientras yo trabajaba a cambio de una gratificación mensual. Mi abogado es primo del procurador quien también está en el negocio, aunque no se mancha las manos para nada, eso si, a la hora de cobrar, lo hace como marrano en lodazal. Pero todos le entran al billete, y bien, amigo. Ahora sólo me falta usted. Mire, del rescate es una buena lana, yo puedo agradecerle con un terrenito que tengo de quinientos metros ahí en la calzada Vallejo, ya sabe cómo andan por ahí de buscados los predios. Pues mire, yo se lo doy con todo y papeles y ya verá usted si se lo queda o lo prefiere vender, fácil le puede sacar un par de melones que no le vendrían nada mal. ¿Cómo la ve?
El compadre se quedó estupefacto, el tipo no sólo se veía rudo: ¡Era un tipo de cuidado! Y por si fuera poco lo tenía amenazado por decir algo. – Pero qué hijo de la chingada --pensó-- eso del secuestro siempre le había parecido el peor de los crímenes. El tipo le andaba contando sus cosas, le pedía silencio y lo peor, le pedía, de alguna manera, le ayudara a terminar con ese asunto del secuestrado. Él ni siquiera tenía que ver, pero ahora por echarse la culpa hasta un terreno iba a recibir. De alguna manera se estaba haciendo cómplice de ese asesino y secuestrador. Si aceptaba, tal vez se estaría metiendo hasta adentro del negocio de esa banda, si rechazaba, el intruso se podría encabronar con él y el secuestrado podía morir de hambre.¿Y si sólo era un engaño? ¿Y si no le cumplía nada de lo prometido y lo encerraban 20 años por el doble homicidio? ¿Y si, --como dijo el amigo-- “lo encargaba” ahí dentro del penal? ¡Cómo “jijos” me metí en esto! --pensó--.

- Déme “chance” y lo pienso --dijo el compadre--. Pero dígame cómo le va a hacer para que todos los vecinos se callen y ya no digan nada. ¿Y los polis? ¿Y todos los que trabajan aquí? ¿No será que me quieres “chamaquear”? --dijo ya sin mayor formalidad, tuteándolo y más animado por aceptar--

Todo lo que decía el amigo aquel no tenía importancia. El compadre había tomado ya la decisión. Se la jugaría. Peor de lo que estaba no podía estar y bueno pues ya era hora de hacer algo grande en su vida, ¡Qué caray!

Veintitrés años le dieron al Compadre, en 48 horas el amigo intruso salió sin cargos o acusaciones y quedó establecido que no había participado más que en tratar de contener la pelea entre Conrado, la “Güera” y su muy amado compadre.

jueves, 22 de julio de 2010

Serie de cuentos Ni Gatsu y sus aventuras!




Ni Gatsu

Luis Brotons

“Ni Gatsu” o noviembre, debido al mes en que nació, era un precioso grillo de escasas tres semanas de edad, y esto en la vida de los grillos se puede entender como la de los adolescentes humanos. En una plática con sus amigos, alguien le mencionó que el tiempo de los cerezos en flor había llegado y que el espectáculo que proporcionaban los pequeños árboles despertaba la admiración del mundo entero.

Como Ni Gatsu era un grillo aventurero que se enamoraba fácil de todas las maravillas ofrecidas por el universo, y no dudó ni un instante en dejar su jardín de árboles de magnolias. Nuestro grillito no sólo era aventurero, también llegaba a ser terco y poco caso hacía de lo que sus mayores le decían - Se paciente, de día hay muchos autos y gente -le advirtieron-.

Salió del jardín en pocos minutos, y de pronto se encontró con una gran avenida que le dificultaba llegar a su anhelado bosque de cerezos. Al otro lado se podían ver las copas de los árboles cubiertas de rosadas y minúsculas flores. Lo cual aumentaba sus ganas por llegar. Ni Gatsu, saltaba, volaba y hasta corría con sus torpes piernas hechas para el brinco y no para la carrera.

Su mirada estaba fija en los floridos cerezos, sólo le importaba llegar ahí lo más pronto posible. El éxito de su aventura era seguro, pensó, pero de pronto lo envolvió una terrible oscuridad. Ni Gatsu comenzó a brincar y nada más topaba con paredes por todos lados. En unos instantes se sintió trasladado en una especie de prisión y le era difícil respirar. Al cabo de unos minutos, sintió cómo su cuerpecito era tomado por un niño quien lo colocó en una pequeña caja cilíndrica de metal plateado. El chiquillo colocó algo de alimento en el fondo y durante horas sólo se dedicó a observar al pequeño grillo.

Nunca vio los cerezos en flor. Sólo consiguió el peor destino de un grillo: ser una mascota para la suerte. Sus fuertes piernas no volverían a dar esos saltos que tanto amó, en su lugar, unos escasos brincos y dos o tres pasitos en su claustro y en la oscuridad. ¿Sus magnolias habían vuelto a florear? ¿Los cerezos esperarán hasta lograr salir de ahí?

miércoles, 14 de julio de 2010

Selección de cuentos: Casas vemos...

Selección de cuentos: Casas vemos...

Casas vemos...


Casas vemos…
Luis Brotons
(Claudio L. Quinzaños Ripoll)

Ésta es una de esas historias que, aunque no me consta me hubiese encantado ver. Sobre todo presenciar la cara de sorpresa de ambos protagonistas cuando… Pero, mejor se los cuento como me lo contaron.

La escuché con insistencia por allá de los años ochentas. Incluso vi la casa de la que habla la historia que era una de esas que se hallan en el Pedregal y denotan por su aspecto y ubicación más una fortuna recién adquirida que una fortuna de tradición familiar bien cimentada. Pues bien, la casa tenía una gran barda de piedra gris que discretamente escondía los jardines donde tuvo lugar lo que ahora les cuento. En la puerta de entrada, que también hace de puerta para los coches, se ubicaban sendas estatuas llenas de mal gusto que si por algo se distinguían era por lo cursi de su temática: que si la bailarina de ballet, que el adonis desnudo, que la mujer en la “chaise longue”, o el hombre Tritón. En fin, era una sarta de imágenes que ya han sido tratadas por miles de escultores con mucho mejores resultados que los que ahí se apreciaban. Pero no voy ahora a entrar a hacer una crítica al supuesto arte de Milos, ya que eso no viene a cuento con nuestra historia.

Se decía, de aquella casa, que era un prostíbulo encubierto; un burdel exclusivo para señoras adineradas. Y bueno, aunque no tenía nada que así lo evidenciara, si había yo observado que llegaban hasta sus puertas bastantes camionetas de esas ostentosas que ahora, a las señoras de la alta sociedad les gusta conducir y casi siempre con la intención de avasallar a peatones, perros, cochecitos de pobres, bicis, motos y demás estorbos para su frívolo entender. Al llegar se les abrían de inmediato las puertas de grandes tablones de madera y con igual rapidez las volvían a cerrar. Hasta ahí es todo lo que yo pude ver, sin más sospechas o dudas acerca de las cotidianas razones que esas ensortijadas señoras pudieran tener para visitar aquel sitio. Sin embargo, me contaron que en esa casa las señoras llevaban, cada una, una lista donde especificaban las tareas que ese día tenían que cumplir: ir al súper, al banco, pasar a recoger la ropa a la tintorería y algunas de esas señoras hasta tenían el detalle de incluir el tener que ir a comprar un postre tradicional en un convento de monjitas de Tlalpan. La lista tenía su propia función. Se decía que aquellas diligencias eran atendidas por el personal del local y que mientras hacían su súper o les compraban el dicho postrecito, ellas, señoras de altos copetes y bajas pasiones pasaban a los jardines donde hermosos, diversos y por demás interesantes jóvenes quedaban a su disposición para el placer.

Me dijeron que cada día eran más las asiduas a la casona. Que todo comenzaba por ahí de las diez de la mañana, cuando los maridos se afanaban en los negocios o salían del desayuno con el señor Senador que siempre les podría favorecer en sus aspiraciones. Y claro, en esos años ochentas, muchas mujeres de gran clase ni siquiera pensaban en trabajar. No, ellas eran las reinas, las señoras y para eso tenían su dicho aquél que pregonaba que tenían a su servicio las tres mejores mascotas que una mujer podía tener: Una gata en la cocina, un buey que las mantuviera y un tigre para la cama. Eso era su quid, para eso habían estudiado en las mejores escuelas para chicas de la ciudad.

El servicio encargado de proporcionar esos tigres que añoraban en su colección de mascotas ya que los maridos no siempre lo eran, se pregonaba de boca en boca con lo que se hacía cada vez más exitoso el turbio negocio de la trata, en esta ocasión, de blancos.

Por los ochentas también fue que los adolescentes comenzaron a cultivar el físico. Ir al “gym” o a “jalar” como ellos decían. Esto se convirtió para muchos en una obsesión y comenzaron a proliferar establecimientos, al servicio de esos aspirantes a Atlas. Y eso favorecía la recluta de efebos para trabajar en la casa que viene al cuento. Se les ubicaba fácil en todos esos sitios y muchos de esos mancebos estaban deseosos de explotar su nuevo “look”, que a base de unas dos horas de ejercicios por día y muchas cajas de esteroides, les formaban la musculatura que les llevaba a pensar que eran merecedores de algunos miles de pesos en retribución a poderlos disfrutar.

La fama de la casa también llegó a oídos de Doña Milagros. Un ama de casa guapa aún cuya edad podría ubicarse en los cuarenta y pocos aún pues de todo el gasto que le daba el adinerado marido, Don Julián, ella invertía una buena parte en potingues, masajes y chucherías que la hacían lucir más joven, aunque realmente ya rondaba la cincuentena por aquellos gloriosos ochentas.

Milagros llegaría en pocos meses a los veinticinco años de casada con Don Julián. Nunca se divorció pues en su sociedad de los años sesenta, aún era muy mal visto eso de los divorcios. De la capilla hasta la tumba, le decían las tías y todas las viejas que vieron por su buena educación. Pero la verdad es que si no hubiera sido tan puritana, hasta homicida se habría hecho con tal de deshacerse de su chaquetero marido.

Desde que se casó Milagros quedó advertida: - Sólo los viernes haremos el amor - dijo Don Julián regresando de la luna de miel. – Tengo mucho trabajo y responsabilidades – Añadió- y por lo mismo, ni puedo desvelarme ni puedo estar perdiendo mis energías en esas cosas. Nuestros escarceos se limitarán al mínimo y supongo entenderás que el sacrificio, en lo que se refiere a la cama, se impone por mis fuertes compromisos con el partido.

Milagros lo aceptó aunque desilusionada y pensó que tal vez valía la pena todo eso por la vida llena de viajes, lujos y otros placeres que le esperaban. Y como realmente tampoco Don Julián le había mostrado el verdadero encanto de lo que es un orgasmo, tampoco lo añoraba del todo. Lo que nunca aclaró el tal Don Julián es que su energía sería repartida entre ella y cuanta “pelandrusca” se le acercaba para pedir algún trabajo, recomendación o favorcito especial.

Dos hijos habían procreado en todos esos años: Alfonsito que llegó justo cuando habían salvado la azucena –que así se decía antes cuando un niño nacía después de haber pasado los nueve meses de matrimonio- el cual creció alto, fuerte y hermoso como el abuelo materno y luego Nicolás, ahora de veinte años y más bien parecido al zángano de su papá, pensaba Milagros. De los dos, Alfonsito era el favorito de mamá, en cambio al pobre de Nicolás ni su padre le llegaba realmente a interesar.

Y como Alfonso era el ojito derecho de Doña Milagros siempre se había llevado la mejor tajada del presupuesto que asignaba Don Julián cuando iban a comprar ropa, y más aún cuando le cumplían alguno que otro de sus costosos caprichos como el “Rey Midas” que Milagros le dio por Navidad, o la chamarrita “Ferrari” de doce mil pesos que quiso para su cumpleaños. Esto había hecho de Alfonso un zángano ambicioso y consentido. Mamá no sabía ya cómo animarlo a trabajar para que se pudiera comprar lo que él quisiera. Vamos, ni la escuela había querido continuar a pesar de que todos sus amigos habían seguido estudios de posgrado en el extranjero. No, Alfonso sólo gustaba de recibir, tal y como lo habían acostumbrado y nada de dar algo a cambio, eso nunca había estado en su educación.

Nicolás era más reservado, a él le encantaba el estudio y aunque aún cursaba el sexto semestre de ingeniería civil, no cabía duda que pediría ir al extranjero para continuar con alguna especialidad. No, Nicolás aunque feito sí había salido bueno para los estudios –se quejaba Milagros- Nunca una borrachera como Alfonso, no fumaba, tampoco era de ir a esos antros de que hablaba su hermano. No, Nicolás era el hombre que mamá hubiera querido que fuera Alfonsín. Pero Alfonso era guapo, encantador en su trato con las amigas de Milagros, dotado de un gusto sofisticado a la hora de preparar los “drinks” que tanto gustaban a los amigos de Don Julián. Pero en el fondo todos sabían que Alfonso era más bien un vividor.

En esta época, Doña Milagros ya detestaba eso estar con su marido en la cama, había aprendido a darse placer por sí misma como le había platicado su amiga Emilia que se podía hacer. El matrimonio dormía en una enorme cama que les mantenía por lo menos a un metro de distancia entre ambos, ya que cada uno se cuidaba de dormir lo más pegado a la orilla, y ni aun dormidos tendrían el mínimo rozón. Claro que Don Julián estaba contento con esto; ella no lo molestaba con sus arrumacos y él podía hacer de las suyas sin mayor explicación. Pero Milagros que se acercaba rápido a la menopausia estaba siempre llena de ansiedades y frustración.

Desayunaba con sus compañeritas del Oxford por lo menos una vez al mes en el San Ángel Inn. Ellas siempre parecían dichosas, plenas. Siempre hermosas y contentas con el destino que les había tocado vivir. Y en uno de esos desayunos surgió el tema de los maridos y sus afanes en la cama. Ella no pudo dejar escapar la ocasión de hablar del cerdo de su marido. Se quejó del desamor que ahora sentía y se enteró de que no era la única en la mesa; a muchas de ellas el destino que sus madres habían previsto sólo les había producido frustración. Así que Emilia, su amiga de juventud fue quien le platicó de aquel elegante lugar en el Pedregal.

- Es muy fácil Mila, nadie tiene que sospechar. Ellos, tus hijos y tu marido saben que por las mañanas haces cosas como ir al banco, al súper a tus clases de macramé y esas cosas que para los hombres son garantía de nuestra virtud. Nos ven puras, fieles y hasta buenas mujercitas de su hogar.
Emilia le platicó sus propias experiencias en aquel lugar y hasta encomió el que alguien hubiera hecho algo a favor de ellas, las amas de casa de bien; ya que así se contribuía a una mejor unión familiar. - La función de esos caballeros es como la de las putas cuando sirven a nuestros maridos – añadió- sólo que sin que llegue a haber realmente una traición hacia ellos. Es decir, sólo es un rato de pasión. Y lo que ahí hacen no descompone la armonía del hogar; nada te obliga con esos chavos, no hay compromisos, ni enamoramientos, tampoco hay estorbos y, finalmente, como eso te hará ser una mujer más feliz pues tu familia tendrá a una mejor mamá; ¿No es perfecto? –preguntó, afirmando - .

No se lo pensó mucho Milagros pues Don Julián seguía siendo un marrano con ella, y antes de un mes tomó la decisión.

La víspera no pudo dormir, Julián había roncado como esas veces que llegaba tomado a casa. Pero esta vez no sólo su marido le resultaba un incordio, tenía salir todo perfecto en esa su primera incursión y la verdad es que hubiera preferido ir con Emilia en esa ocasión, pero ya estaba todo decidido, el que su amiga no pudiera ir no la iba a detener en la aventura que por lo visto muchas de sus amigas ya habían experimentado. No, ya hasta había pensado bien qué incluiría en su lista de actividades: ir al súper (sin olvidar el tequila favorito de Julián), llevar la factura del coche a la mucama de la casa del gestor de su marido quien le prestaría un dinero para pagar un favorcito a quién sabe qué sub secretario de la Contraloría que lo estaba fastidiando últimamente. Por otro lado, se le ocurrió encargar unos churros del Moro que están hasta el centro, para que en caso de llegar tarde tuviera una muy buena justificación para su retraso. Todo estaba bien planeado y aunque no durmió por estar pensando en todos esos detalles, cuando se fue Julián por la mañana, se puso a punto para resultar atractiva al pirujo que le pudiera tocar en turno. Se perfumó, tomó una buena cantidad de dinero, pues el servicio no sería barato y con ánimo de venganza y ansiosa por algo de placer se fue a la casona del Pedregal.

Todo era como había dicho Emilia. Sólo llegar le abrieron las puertas, y eso le gustó pues no quería que la vieran entrar ahí. Un guapo joven en sus treintas después de que amablemente le dio la bienvenida le preguntó si tenía algún pendiente de casa que ellos pudieran hacer en su lugar. Algo como ir al súper, la tintorería o lo que se le ofreciera durante su estancia en club, (que así lo mencionó él). Ella le entregó la lista de sus pendientes y el dinero para cubrir los gastos, así como la comisión correspondiente por el servicio. No omitió nada en su listado y pidió que fueran al Moro hasta el final del trayecto para que cuando ella llegara a casa los churros que iba a llevar aún se encontraran tiernos y hasta calentitos. Ese zagal estaba bien –pensó Milagros – Ya ni quería conocer a los demás. ¿Será parte del elenco? Y fue tan amable, tan dulce…

Todo marchaba como le había contado Emilia, su nerviosismo de la llegada había cambiado por inquietud. Sus sospechas se volvían razones para agradecer a los organizadores su buen servicio. Le asignaron una bella habitación que miraba justo a un patio interior. Se puso el bañador algo atrevido que había comprado para la ocasión, lentes oscuros para pasar desapercibida y zapatillas con tacón para lucir mejor sus piernas y nalgas. Revisó una vez más el maquillaje, no quería lucir fofa o cansada, a pesar de que no había dormido nada bien. El espejo ahora sí que era lindo con ella, se vio guapa, se sintió realmente feliz. Por fin los hombres verían que Milagros aún se encontraba estupendamente bien. Sus ojos purpúreos lucían intrigantes con el tono gris que había aplicado a su alrededor. Las manchas oscuras bajo los párpados habían desaparecido gracias al corrector que le había recomendado ese chico que la maquilló para su última cena con Julián, cuando fueron a casa del embajador. Su busto ya pendía demasiado para su gusto pero con ese lindo traje de baño recobraba su fuerza juvenil. Ya acusaban sus labios la edad, había desaparecido el volumen que provocaba la envidia de las chicas del Oxford cuando fueron al baile de graduación. Ahora eran no sólo unos labios delgados, si se ponía un poco de atención se podría ver que una mueca de hastío se había apoderado de toda la lozanía que mostraban todavía unos cinco años atrás. Claro que con el labial ese que daba volumen también se podía lograr un aspecto más jovial. Un último vistazo frente al espejo que le mostró que era aún bella la acabó de animar a salir.

El jardín era grande, observó encantada, contaba con una linda piscina oval en el centro y un fresno que daba sombra a quien no deseara el sol. Ella se tumbó a la sombra pues no quería llegar a casa asoleada y explicar un dorado que no podría aclarar. Comenzó a observar todo lo que ocurría ahí. No había más de tres señoras esa mañana. Eso si, muy bien acompañadas por unos chicos que parecían modelos sacados de una de esas revista de físico culturismo que tanto gustaban a Alfonso. En un momento dado salieron unos tipos hermosos que, en pareja, paseaban cerca de ella para que con todo cuidado tomara su decisión. De ese primer par de Adonis, uno tendría unos treinta y cinco años muy bien puestos y con todo en su lugar. El traje de baño, aunque menudo era a la vez discreto y seductor, encerraba una cadera de escultura aunque el paquete no se atrevió a mirar, pensó que podía ser de lo mejor. El primer galán exhibía unas espaldas de Tritón y el bronceado de la piel semejaba la miel que ella hubiera querido comenzar a libar. Le acompañaba un chaval menor, veinticuatro o por ahí, pensó Milagros. Uno maduro y otro más joven, así podían mostrar una variedad que se acercara a lo que a ella le pudiera gustar más. Definitivamente para ella sería un hombre más próximo a su edad. Esos jovencitos no sólo no le interesaban, estaba segura de que eran unos arrogantes que sólo pensarían en si ella los pudiera merecer. Si, tal como hacía Alfonso que sentía que nadie lo merecía y que nunca pensó que mamá también tenía sus inquietudes o que pudiera lucir bonita para algún otro señor que no su papá. Así son los jóvenes, pensó, todas las mañanas en el “gym” por las tardes sus amigos y ya en las noches un “mamá, no está planchada mi camisa de rayitas rosas que me quería poner para salir.

Las otras señoras del jardín se encontraban muy divertidas con sus galanes. Tal vez ya eran clientas habituales y por eso se habían hecho amigas de ellos. De vez en cuando entre ellos se hacían bromas y todos reían, era como en un club social, como lo llamaron al llegar. Eso a Milagros le hacía sentir más confianza, pensó que si se hacía clienta asidua, tal vez llegara a tener a su parejita de fijo para no tener ya que buscar. Eso si; ¡Sólo mientras que a ella no la fastidiara! Pues en ese lupanar, siempre podía tener la opción de cambiar. ¡Eso era justo lo que hacía más interesante el lugar!

Ya había elegido, pensó, se quedaba con el treintañero. Si, era su tipo, se veía buenísimo y la verdad es que no creía que surgiría uno mejor. Pero fue paciente, tal como había aprendido a serlo durante el último cuarto de su vida y que le había funcionado tan bien para no morir de frustración. Con un leve movimiento de cabeza indicó que quería ver a un par más. Pensar en lo que vendría provocó un orgasmo del que sólo ella había sido testigo. Esto era fantástico pensó, Don Julián y sus escamoteos, ¡Ja! el zorro de su marido restringiendo sus encuentros hasta haberla abandonado por quién sabe que asistentilla o colegiala que provocara una erección a ese pito encapuchado y pequeñito que ya ni en la playa lograba funcionar; ¡Ja, ja! Ahora ella era quien tenía el control. Ella escogía con quién y cuándo. Eso le resultaba sensacional. Era la dueña de su cuerpo, era dueña de sus placeres, podía coger con uno y en otra ocasión con otro y así hasta encontrar a su pareja sexual.

Se abrió la puerta y ya más animada por aquel coctelito que le ofrecieron nada más llegar, esperaba, con lascivia, la aparición de la siguiente pareja. Primero salió un morenazo de esos que siempre le habían quitado el aliento. Las nalgas pequeñas pero paraditas, duras; un trasero para besar, un culito apretadito pero que pregonaba un cuerpazo escultural. Un tipo de espaldas anchas, músculos plenamente definidos. Sin vellos en el pecho pero con una gran melena hirsuta coronando su cabeza. Un moreno de epopeya. Un tipazo con manos grandes y fuertes que te han de abarcar los pechos fláccidos, sí, pero aún sedientos de placer. Un bulto descomunal se adivinaba entre las largas piernas. Ver aquello simplemente era como sentirlo, y un nuevo orgasmo la hizo levantar sus nalgas en un fuerte deseo por darse al placer con ese máster del placer. No se recuperaba aún de la emoción cuando atrás de él apareció Alfonsito.

Supe por los periódicos que el tal Don Julián huyó a Brasil luego de que el partido de oposición entró a gobernar. Alfonsito trató de organizar y administrar los negocios mal habidos del papá y Milagros no volvió a aparecer en los desayunos de las amigas. Nunca quiso irse a vivir con el marido a Brasil, su libertad había llegado después y sin la casona del Pedregal. A los dos años conoció a Ramón, quien entre otras cosas ni cobraba, ni era un hombre público y pensó Milagros que tampoco la iría a traicionar. La casa aquella sigue con sus esculturas, ya no la visitan señoras encopetadas. Supe que todo se descubrió por algunas indiscreciones de los facilitadores, que tal era el nombre que se había dado a quienes realizaban las tareas de las señoras. Y ese negocio, de tan mayor interés social, tuvo que terminar, al menos con esa máscara del placer. Entiendo que la cosa ha cambiado mucho en estos tiempos. Ya las señoras tienen servicios de acompañantes que se hacen llamar “escorts” que anuncian sus servicios aún por catálogo y que se recomiendan unas a otras tal como lo hizo Emilia con Milagros. También existen los clubs o antros clasificados “sólo para mujeres” en donde chavales, que surgen de los “Gyms” , que en estos días han proliferado hasta en las colonias más populares, hacen actos de desnudismo vistiendo atuendos del Zorro, o el policía, el bombero, el cazador y demás. Todo es ahora tan común que ya nadie se espanta. Los maridos aceptan entre bromas la presencia de los gogo’s en las reuniones para despedir a las solteras o aún para las tardes de amigas que antes eran sólo para los niños y su Tae Kwon do. Maridos que por otro lado siguen pensando que sus mujercitas sí son santas y que sólo a ellos, los machos se les puede ocurrir engañar a la mujer.

Nicolás ya no vive con la familia. Casó con una chica francesa que conoció en la universidad. Ambos hacen sus estudios de maestría en La Sorbonne y no saben si algún día volverán al Distrito Federal.

Alfonso sigue soltero y por ahí dicen que hasta maricón se volvió. ¿Será?

lunes, 5 de julio de 2010

De ajolotes, mariposas y otras sabandijas




Por Luis Brotons
Claudio L. Quinzaños R.

Hoy me escapé de casa. Eran como las 11 de la mañana y lo sé porque fue justo en aquella hora que Justina, la cocinera, siempre sale a la tiendita a completar todo lo que usará para el menú del día. ¿Por qué será que Justina niega estar enamorada de Don Toño el dueño de la tiendita? A mi no me engaña. Yo he visto en su cuarto, escondida en su ropero una foto de esas grandotas y hasta con dedicatoria y todo. Y no es que sea yo una curiosa, no, qué va... Lo que pasa es que me gusta estar investigando por todas partes y siempre ando indagando acerca de todo lo que pasa en casa.

Y hoy cuando Justina salió dejó entreabierta la puerta del zaguán, y bueno, como desde hacía tanto tiempo que lo deseaba, me decidí y salí corriendo fuera de casa. ¡Claro que sólo era un ratito! No pensaba estar fuera mucho tiempo, tal vez lo justo para volver antes de que Justina o los demás se dieran cuenta de mi ausencia.

Salí corriendo por la banqueta, luego di vuelta en la esquina y me topé con ese parque que me gusta tanto. Me detuve un ratito sólo para gozar mi soledad y de que nadie me diría qué hacer o hacia a dónde ir. Era libre de husmear por donde yo quisiera. ¡Menuda carrera había pegado! Seguiría corriendo pues tenía que regresar rápido a casa. Me distraje un instante, no se cuánto tiempo pasó pero no creo que hayan sido más allá de dos o tres minutos. Me embelesé mirando unos animalitos como pececillos que nadaban en el estanque. Digo que parecían peces porque tenían la colita así, aplanadita. Pero eran raros porque también tenían como piernitas, muy pequeñas y parecidas a las de las ranas.

Yo estaba sola en ese momento frente al estanque, comencé a rodearlo para ver si es que habían más pececitos raros o quizás otras curiosidades que pudiera encontrar ahí. En ese momento, pensé que la aventura que estaba viviendo había valido la pena aún con ese esfuerzo y sudor. Muy despreocupada seguí mi camino, un poquito más adelante, y no sé cómo ni cuándo es que una mariposa me cautivó. Comencé a seguirla y aunque ella volaba, en momentos descendía casi al nivel del piso y eso me provocaba quererla capturar, no se, tal vez para poderla llevar a casa o por lo menos jugar un ratito con ella. Era de esas mariposas azules que sólo por su color y tamaño siempre me han provocado mucha curiosidad. Pero la muy canija volaba a veces muy rápido y se escapaba mientras yo, toda agitada, la seguía. A veces, cuando volaba bajo, era yo quien brincaba para atraparla pero luego ella se metía entre los arbustos y entonces no lograba ni verla, pues por más que me estirara siempre quedaba lejos.

Finalmente, la mariposa se escapó y sentí cierta humillación pues me daba cuenta una vez más de mi corta estatura, que en casos como éste resultaba un inconveniente, aunque en otros, como el escapar de casa ese día, o hacer algunas incursiones en mi afán de curiosear siempre mi estatura era una gran ventaja. Pero, creo que llegó a darse cuenta de mis intenciones aquella ninfa alada, y claro; ¡No se iba a dejar atrapa! Por más que miré a un lado y a otro no había ni rastro de ella. Me puse a correr a la derecha, luego me dirigí a la izquierda. También me subí a una banca para ver si la divisaba a lo lejos, pero nada. Ya no estaba.

Y tras mi frustración me percaté de que me había perdido. Me encontraba sola y no había ningún árbol, banca, fuente o poste que me pareciera familiar. Comencé a preocuparme, tenía que volver pronto a casa. ¿Pero cómo? ¿Qué hora sería? Tarde, supuse, ya que sentía hambre, por lo que debía ser más o menos la hora que comemos siempre en casa. De un carrito de hamburguesas me llegó un olorcillo que me abrió el apetito como cuando Justina está cocinando y se acerca la hora de comer. En ese momento añoré sus guisos y las probaditas que siempre me regala como premio por haberla acompañado un rato en sus quehaceres.

¿Pero y ahora cómo volveré? Eché a correr sobre mis pasos, o al menos los pasos que yo creía haber dado en mi camino hasta acá.

Rápido, rápido que van a llegar todos a casa y me van a echar en falta.

Pero por más que desandaba o creí que así lo hacía, me daba cuenta de que no me acercaba a nada que hubiera visto antes. Estaba perdida. Y ahora, además, con hambre y toda cansada por tanto correr y brincar.

Sentí miedo, como que quería llorar, pero si lo hacia los que pasaban por ahí se iban a dar cuenta de mi travesura y no sé si me iba a ir peor. Por lo pronto, mejor me quedé callada y busqué una sombrita para poder descansar y pensar mejor. No supe en qué momento me quedé dormida. Sólo recuerdo que lo último que estaba yo pensando era si acercarme a alguien para pedir ayuda o bien, encontrar mi camino por mí misma. Pero todos los que pasaban me eran desconocidos, y además, me provocaban miedo. Yo sabía que no podía hablar con desconocidos. No sabía cuáles pudieran ser sus intenciones. En alguna ocasión una señora muy güera y muy fea me insultó y sólo porque me tropecé con ella mientras jugaba con los chicos de la familia Sáenz. ¡Ay qué uñas tan largas y retorcidas tenía la vieja aquella! Pensé que me iba a rasguñar o a pellizcar y sólo me salvó que en ese momento se le rompió a la vieja un tacón que se le había atorado en una coladera. Ja, ja, ja, ja. Mi susto se convirtió en burla y me pude escapar, dejándola con todo su coraje y sus gritos.

Pero hoy no sé ni qué hacer. Ya está haciéndose tarde. Nadie pasa por aquí a esta hora, estoy sola. ¿Qué habrá pasado en casa? ¿Qué estarán pensando de mí? Y yo con hambre y frío. Tengo miedo. ¿Qué tal que llega un gendarme y me lleva presa? ¿Y si me quieren robar? - Tal vez caminando un poco más por ese caminito ya encuentre la casa. Pero; ¿Y si me alejo más?

- ¿Qué hago? ¿Qué hago? Me preguntaba. Ya no me estaba divirtiendo. Ahora todo me parecía un juego peligroso del cual no sabía salir. Siempre me ando metiendo en problemas pero es que no puedo evitar sentir interés por todo lo que pasa por ahí. Recuerdo que había un estanque con pececillos raros, pero no lo veo. Recuerdo la entrada al parque, ¡Claro! Tenía como un arco grandote con leones en las esquinas. Y si. ¡Si, ahí hay un arco. Voy para allá! Pero, no tiene los leones. En las esquinas este arco no tiene nada. Tampoco la calle me resulta familiar.

- ¡Qué hambre! Me duele la cabeza, mis piernas ya no aguantan, yo aquí perdida y ni una persona o compañía. Nunca había venido aquí de noche. Seguro que no hay mariposas, ni pececillos a esta hora. - ¿Pero qué veo? Una enorme rata que corrió y se metió debajo de ese árbol. - ¿Y si sale de nuevo y me muerde? ¿Qué hice? ¿Será cierta esa historia de que la curiosidad mató al gato? ¿Y si el gato murió precisamente por el ataque de una rata? ¡Tengo mucho miedo! ¡Justina! ¡Justina! - la invocaba con el corazón arrepentido por mi travesura - ¿Se habrá ido por fin la rata? ¿Será la única? Ya no la veía pero… No. ¡Ahora esa enorme cucaracha! Y me mira, creo que me va a atacar, no… Pero, ¡No se mueve, se le ve valiente como si me retara! - ¡Yo no quiero pleito cucaracha! Yo sólo quiero irme a casa pero no sé cómo volver.

La repulsiva alimaña mueve sus largas antenas pero no hace nada, de pronto echa a correr sin preocuparse siquiera por mi presencia. Entonces me relajo, me quedo un poco más tranquila pues aunque no se si son malas las cucarachas, no me gusta que me miren y menos ahora que estoy tan solita y cansada.

Sin más aviso, sale otra rata y corre. Me sobresalto. Luego otra y otra. Ahora parece una procesión. Salen ratas grandes, como la primera, chicas, gordas, largas, grises, pardas pero todas con unas horripilantes colas que a veces siento que van a chocar conmigo. Sus colas siempre me parecieron horribles. Advierto que ni les importo, no les provoco miedo o al menos algo de respeto por mi tamaño. Aunque soy pequeña, siempre una rata, por grande que ésta sea, resultará una enana junto a mí; ¡Claro que esto no me tranquiliza tampoco! Y luego, se asoman más cucarachas. Tal parece que durante la noche en el parque se dan cita todos esos animales asquerosos ya que de día nadie los suele ver.

Ahora si, ya de plano, me pongo a chillar. A ver si alguien me escucha, por favor. A ver si alguien me viene a ayudar, porque yo ya no puedo más, solita como estoy.

Por fin encontré un buen lugar para defenderme de tantas sabandijas. Me subí a una banca de esas del parque pintadas de blanco y creo que ahí no me van a poder tocar. No puedo confiar con certeza, en mi refugio, claro. ¿Qué tal que saltan hasta aquí arriba o que algún otro bicho pueda volar y me ataque?

- ¡Ay, Justina! ¿Para qué me tenía que salir de casa sola si siempre había alguien de la familia que me acompañara? Y siempre podía pasarlo bien en el parque o en cualquier sitio a donde me llevaran. Me encanta cuando vamos en el coche y por la ventana puedo mirar cómo pasan rápido los árboles y los niños que juegan en las calles. El domingo pasado hasta fuimos a una feria y me regalaron un bizcocho que aunque se me cayó, me había llenado toda la cara de merengue. Y se burlaban de mí los niños porque me había puesto color de rosa. Y la comida de casa… ¡Siempre hay un poco de caldo caliente cuando tengo frío! O por lo menos, galletitas de esas que me encantan cuando hago bien las cosas. Y Justina que tanto me platica y que cuando me ve triste me acaricia con sus grandes y gordas manos calentitas y luego me hace sentir tan bien.

- ¿Volveré algún día a casa?

- ¡Ya no puedo más! Eso si, ¡No me voy a quedar aquí esperando sin hacer nada! ¡No, no soy así! Yo siempre he sido valiente y me he salido con la mía; ¡Esta vez no será la excepción! Voy a encontrar la casa así tenga que recorrer todos los caminitos de este parque o hayan mil ratas y cucarachas por doquier.

Me bajo de la banca con determinación, eso si, con precaución y miedo pues la verdad es que como que las ratas están despreocupadas por el hecho de que esté yo ahí pero, a mi siempre me asustan. De las cucarachas no tengo por qué preocuparme, pues son como tontas. Sólo miran, caminan, regresan y vuelven a sus humedades sin más aspavientos. Pero es que las ratas… ¡esas sí que me dan miedo! Recuerdo una grandota que se metió un día por el garaje de la casa, no supimos cuándo entró (seguro que lo hizo en una de las diarias salidas de Justina). El caso es que nos dimos cuenta de que estaba ahí por primera vez un día que a Carlitos vio que su cuaderno de ingles estaba algo roto, como carcomido, por un lado. Él lo había dejado junto a la lavadora la víspera, mientras observaba hacia qué lado giraba la ropa durante el lavado y trataba de comprender, para un trabajo escolar, cómo era que se podía lavar tan bien. Veía y adivinaba. En ocasiones preguntaba, hasta que se fue a la cama sin darse cuenta de que había olvidado el cuaderno. Cuando al día siguiente Carlitos nos enseñó su cuaderno y nos acusaba de que alguno de nosotros se lo habíamos maltratado, de inmediato, supimos que había sido mordido y no precisamente por alguno de nosotros, los señalados por él. Así que Justina, en su ya larga experiencia de todo lo raro que ocurre en la vida, nos advirtió de la presencia de una rata. - Es más, dijo- la rata ha dejado su caca por aquí y nos enseñó unas moronitas pequeñas, muy pequeñas que si, efectivamente parecían semillas de ajonjolí color marrón.

Otro día se hizo un apagón en la lámpara que está al lado del sofá. El cordel también había sido mordido por la rata. Pero no la veíamos aún. Nadie la había visto nunca y sólo Justina nos advertía de su presencia. Un día, oí a Justina decir que las ratas eran animales malos y entre otras cosas podían pegarle a uno la rabia. Añadió que hacía muchos años las ratas habían acabado con millones de personas y que había sido por la peste que ellas les habían contagiado.

A mi francamente me tenían asustada las historias de Justina. Yo no quería toparme con la rata aquella por nada de este mundo. Pensaba que también a mi me podría contagiar. Y aunque no sabía qué era eso de la peste, a mi me sonaba como algo asqueroso, algo detestable o que olía mal y por eso se llamaba de esa fea manera.

En esos días ya no me sentía bien, ni comiendo. Sentía que la rata aquella tal vez había probado nuestra comida y no nos habíamos dado cuenta. La imaginaba como un ser extraño, temible, a veces invisible y otras ocasiones, hasta mágico pues nos hacía toda clase de maldades sin que se dejara ver nunca. Era como un ser que viniera de otra dimensión.

Por fin un jueves la atrapamos. Una noche cayó en la trampa que se había colocado para ella. No era de esas que atrapan con un fuerte gancho que la aplasta. No, la trampa era una cajita metálica con un sebo en el fondo de la misma para invitar a la rata a entrar, y una vez que tocaba con el hocico el bocado, la puerta de la caja cerraba y ya no la dejaba salir.

Entonces la conocimos. Todos le reclamaron. La insultaron, le hacían muecas. Yo la verdad no la quise ni verla. No sólo me había provocado miedo, algunas noches pensé que la había oído y nunca supe si había sido verdad o más bien había entrado en el mundo de mis pesadillas.

No supe qué fue de ella. Justina no volvió a hablar del asunto. Creo que sentía culpa porque la rata habría entrado en casa justo en una de sus diarias escapadas a la tienda de Don Toñito.

Y ahora estoy aquí, no con una sino con muchas ratas. No sé cuántas serán, pero a mi me parece que las hay por todos lados. - ¿Y si bajo y me atacan? ¿Y si alguna conocía a la rata de casa y se quiere vengar? No, sólo tenía que armarme de mucho valor y enfrentar mi búsqueda de regreso a casa. Ni siquiera ellas me iban a detener en mi intento de volver.

Bajé por fin de aquella banca y en vez de que las ratas me persiguieran para atacarme huyeron, lo cual me asombró y sólo alcancé a ver algunos ojillos brillantes a través de las hojas de los matorrales. Creo que esperaban a que yo me fuera de ahí para poder continuar con su verbena. Tomé el camino más amplio a mi alcance. En medio de él había una fuentecita con un niño de mármol que meaba, y me resultaba gracioso que pudiera ser un adorno algo tan vulgar. Pero en fin, por lo menos el niño era simpático, con rizos y regordete, como si fuese un bebé. Ya con más calma me percaté que no me había fijado en los grandes cuadros que tenía el piso. Eran rojos y con una rayita blanca entre uno y otro. Creo que no me había fijado en realidad en ninguno de los suelos por los que había pasado. Pero no, ahora que lo pienso, recuerdo que el del estanque de los peces raros era sólo gris y sin más chiste que eso. Este, por el que me dirigía, sí se veía bonito. Debía llevar a algo mejor que el estanque. Tal vez pueda llevarme a la entrada del arco de los leones. ¿Será? Entonces me entusiasmé. Ya no me fijaba en las ratas. Ahora buscaba la puerta, el arco, los leones. ¡Claro! Debí haberlo pensado todo el tiempo. El camino principal, el más adornado como éste, es la vereda que te lleva a la entrada y ahí es por donde yo llegué. Y en cuanto vea mi arco con sus leones podré correr a casa; ¡Ya todo se va a solucionar! – pensé-.

En serio que estaba lejos la entrada. Debo haber corrido otros cinco minutos desde que dejé la fuente del niño meón y no lograba verla. Y qué difícil me resultó el trayecto. Tres veces tuve que parar la carrera por unas ratas que atravesaban el camino de los cuadrotes rojos. La primera ocasión sí sentí que me atacarían: ellas cruzaban sin prisas cuando me vieron, y estoy seguro que pensaron las iba yo a atacar; pararon y en un medio giro retorcieron sus cuerpos mostrando sus dientecillos como para atacarme. Yo chillé por el susto, sentí que llegaba la hora de mostrar mi determinación y no me dejaría intimidar más. Ellas, creo que se asustaron más que yo y finalmente huyeron.

Luego fue lo de la segunda rata: Ya estaba yo bastante asustada por lo de las primeras. Iba ahora sí, poniendo más atención, y pronto vi un bulto tirado en medio del camino. En un inicio pensé que era una rata, pero no se movía. Tal vez dormía – pensé- pero no, no respiraba. Entonces debía ser un trapo, y como se encontraba justo por donde yo tenía que pasar pues me decidí a seguir mi camino así, sin más. A sólo unos cuantos pasos me hallaba cuando noté que de aquel bulto o trapo surgía una enorme colota horrible de rata y ahí supe de lo que se trataba. Me paralicé de espanto. Creo que hasta dejé de respirar. No me atrevía a mover ningún músculo no la fuera a despertar. Y no se si pasaron mil horas o sólo unos cuantos minutos, el caso es que al final de todo ese tiempo un feo olor me hizo darme cuenta de que se trataba de una rata en estado de descomposición.

El tercer encuentro fue el más angustioso. Ya había tenido bastante con las ratas que me retaron o aquella putrefacta como para poder aguantar casi lo que surgiera. Como que me estaba volviendo valiente y estaba dispuesta a no asustarme. Y si, pasaron varias ratas corriendo y ahora no por cruzar el camino. Ellas corrían casi junto a mí. Como si siguieran mis pasos, como si me quisieran acompañar. No buscaban mi compañía precisamente pero así lo pareció cuando por espacio de unos segundos me siguieron en mi carrera hasta perderse entre los matorrales. Iba yo confiada, con prisa por alcanzar la puerta y ya nada me preocupaba. De pronto pensé que mi suerte había cambiado nuevamente y que el regreso a casa se acercaba. No sabía lo equivocada que me encontraba. Detrás de una de las bancas del parque un chillido hizo que me estremeciera. Sentí cómo mi piel se erizaba y advertía que lo peor aún no había llegado en la desafortunada excursión. De nuevo el grito. No podía entender qué lo provocaba, ni si terminaría yo también siendo víctima de ese aún no visto ni sentido ejecutor. Sentí ruidos entre los setos. Algo se movía de prisa como en una terrible huída de aquel mal que acechaba. Pensé en mi fin, me imaginé destrozada por quién sabe qué tipo de alimaña. Su víctima volvía a gritar y más temía yo mi desventura. De pronto, todo se aclaró. Era una pareja de gatos que en una noche de pasión se daban ánimos en ese maullar que como gritos se lanzaban para conocerse aún mejor.

Volvió la calma en mí, pude continuar un trecho más y por fin llegué a la puerta. Efectivamente observé que se trataba del arco donde están los leones a los lados. ¡Había llegado! Pero; ¿y el estanque de los peces? Volteo y me doy cuenta de que es un caminito sesgado y gris el que me llevó antes hacia él. Ya es de día. Hay luz…

Corro a casa y la puerta está cerrada. Rasco con mis patitas delanteras para que me abran. Chillo quedito primero, a ver si me escuchan. Luego más fuerte, ahora sí me atrevo, pues estoy en casa y no me puede ocurrir ya nada. Me van a abrir, estoy segura y nunca más voy a escapar – me prometo- Ábreme Justina, soy yo, ¡Heydi! Wolf, Wolf, llamo lo más fuerte que puedo. No se si ladro de alegría por haber llegado o para que me escuchen, estoy feliz. He vuelto a casa. - Justina, Justina, ábreme, ya llegué.

Pero ¿qué está pasando? - No señor, no me lleve, aquí vivo, no, no por favor… No me lleve. ¡Noooooooooooo!

jueves, 1 de julio de 2010

Vivir o morir (la música)



Más sobre Fausto…

Luis Brotons

Ayer me prestaron un disco “LA DAMNATIION DE FAUST”, Berlioz, London. El embrujo de Fausto me volvió a atrapar. Volvieron a aparecer Maphisto y Margarita con su magia. Llovía copiosamente, el clima se prestaba para una inmersión a lo fantástico y la selección musical de esa tarde no me defraudó.

Las primeras notas fueron marcando esos paisajes duros, casi militares que habrían de permitir la entrada a Mephisto con su grave y perfectísima voz, haciéndome estremecer hasta lo más profundo de mi ser. ¿Con temores que despiertan, quizás…?

Y Berlioz logra el milagro de rescatarme con la canción gótica, dulcísima de Margarita. Me eleva y permite que entienda aún más el amor que por Fausto siente la enamorada.

Disfruto la música que propone el autor como si emergiera del pueblo y hace que ésta se vuelva cotidiana, bulliciosa.

Adoro los diálogos que ofrecen los protagonistas, la pasión que nos ofrecen. Un Fausto que empieza a conocer la felicidad con su amada. Una Margarita enamorada; ¿De un dios?

Tres veces he escuchado la Romanza de Margarita y verdaderamente me emociona, lo confieso, hasta las lágrimas. Habla del amor, de su amor que es divino y provoca que yo sienta en ese canto una plegaria que se eleva hasta los abismos de lo eterno.

Es como un himno de reconciliación con mis propios sentimientos de amor. Es lujuria desde lo estético. ¿Es eje de mi pasión?

Y Fausto se defiende del enemigo interno. A partir de Margarita reconquista su felicidad olvidada. Por el amor de su sinrazón los espíritus fantasmagóricos se revuelcan por la rabia y giran mareándome, fascinándome para atraparme en su encanto de lo irreal.

¡Al fin! La vida en un triunfo fuera de dudas. Es el grito de todo el pueblo quien avala esa verdad. Es el amor que ha vuelto a triunfar en esta interpretación fragmentaria del Fausto de Goethe.

Mephisto vuelve a ocultarse, Fausto a sus cadenas y Margarita a su jardín de amor. Esperarán otra interpretación artística que les vuelva a poner en vida. Otra interpretación bella que les permita el ser.

Mientras tanto yo guardo silencio y pienso en mis propias cadenas. En el amor. Y lo encuentro en las hojas de un jardín saturadas de agua de lluvia.

Gracias amigo Berlioz por haber confiado en mi sensibilidad.

Hector Berlioz (1803-1869)

LA DAMNATION DE FAUST

Kennath Riegel (Fausto)
Frederica Von Stade (Margarita)
Jose van Dam (Mephisto)

Orquesta Sinfónica de Chicago (Sir Georg Solti)

sábado, 26 de junio de 2010

Sol y cerveza

Sol, cerveza y… ¡Amor!
Por Luis Brotons

Con especial cariño al Dr. Luis Juárez


El sol me daba en la frente. Era domingo y realmente quería pasar un rato agradable con mi hijo Juan Manuel.

Aun estando sentados, el calor parecía derretirnos. Así era todos los domingos desde hacía dos años que Luis nos invitaba a acompañarle. Juanma y Luis parecían realmente hechos para ese clima, tal vez era tanta su alegría de poder acudir que no les importaba el sacrificio y aunque yo les veía sudar aún más que lo que se pudiera notar en mí, ellos estaban tan contentos que ni se molestaban por el calor.

Nada nos emocionaba más que el hecho de estar juntos una vez más y poder hablar sólo de esas cosas que para Juan Manuel resultan tan importantes. Yo aprovechaba para dejarle hablar todo lo que él quisiera, sin interrumpirle o sugerirle cualquier otro tema que le resultara más educativo o cultural. Su parálisis cerebral le hacía estar obsesionado con algunos temas y yo no quería en esos domingos perturbar su dicha o alejarlo de su pasión.

Me había desvelado la víspera viendo películas, platicando con Paty, navegando en el Internet, leyendo y en general afanándome por no dormir temprano pues me había querido desvelar.

Me arrancaron de un profundo sueño los chillidos de los perros avisando que era hora de despertar, aunque me faltaran aún unas tres horas de ese dormir reparador.

Todos esos domingos se parecían. Yo desvelado, Juanma con mucha ilusión. El calor que era intenso y sin una sombra que nos permitiera un poco de alivio. La espera de pie hasta que Luis llegaba con todos los demás, siempre nos permitía un rato de plática a Juanma y a mí. Cuando aparecía el grupo, todo se volvía saludos, bromas y sobre todo especulaciones sobre lo que ese día podía ocurrir. Y era siempre fortuito el desenlace... Unos especulábamos a que se lograría, otros a que no pero, siempre el resultado era lo que menos habíamos previsto en nuestras elucubraciones al saludarnos.

Ya todos reunidos, ingresábamos por el túnel de siempre. Era el único momento de sombras y yo casi me resistía a abandonarlo porque estaba fresquito y me resistía a enfrentar el sol una vez más. Pero en fin, a eso habíamos ido. No podía retractarme en ese momento. La idea de todos era continuar hasta el objeto de nuestra reunión.

Luego venía la decisión del lugar. Que si unos metros más cerca, o mejor un poco más lejos para ver mejor. Que si aquí pasaban muchos pisándonos, o bien que la voluminosa figura del aquél de enfrente no nos iba a permitir ver.

Ya sentado me distraía llevando la mirada a mi alrededor por ver si casualmente había alguien a quien yo conociera y que no hubiera venido con nuestro grupo. No, sólo el “güero”, el vendedor de las cervezas que me saludaba con la mano de lejos y me preguntaba con los ojos si ya queríamos nuestro par. Le digo siempre que no al principio como si un cierto pudor me retuviera pues estoy acompañado con mi hijo el menor y el que menos vicios le he conocido de los tres. Pero no dejo pasar más de diez minutos y como que ya me doy permiso y entonces le pregunto a Juan Manuel que siempre me dirá que sí, pero es él quien esos domingos es el dueño de mi voluntad y de nuestra salida juntos.

Habían transcurrido como veinte minutos cuando lo que veía me empezó a agitar se tensaban mis muslos como preparándome a brincar. Pero no, no era el momento aún. No se veía ningún indicio real de que valiera la pena siquiera el levantarme de mi lugar. Todo era una falsa alarma y seguí ya más tranquilo pues una nube cubrió por fin el intenso sol. Ya no estaba tan sofocado, podía disfrutar lo que aconteciera. Los comentarios de Juanma se cruzaban con los de Luis o de algunos acompañantes del grupo. En momentos todo volvía a ser como el principio, es decir, había una ola de entusiasmo y todo hacía que valiera la pena tanto sofoco y tanto gritar. Pero no ocurría nada importante, como que a veces el ánimo decaía y transcurría el tiempo sin más algarabía de la que nos podía dar la imaginación.

Mis ojos decían ciérrense. Mis ganas de estar con Juan Manuel me decían que no. Mi cabeza sudaba más por el sombrerete azul que me había prestado mi hijo, y digo sólo prestado pues él era el dueño de todo lo que en los domingos podíamos tener: gorras, camisas, tiempo… y aunque yo siempre llevaba la misma cachucha en la cabeza al volver a casa, como en un ritual, se la tendría que regresar.

Quería concentrarme en lo que acontecía. Pero mis pasiones no se dirigían a lo que veníamos a ver. Yo divagaba en acontecimientos que poco se relacionaban con el evento. Juanma se entusiasmaba y yo no me había fijado por qué. Y me sentía mal de no estar poniendo atención y realmente tenía que esforzarme por atender esos detalles que mi hijo mostraba o hasta para poder comentar alguno que él no hubiese sido capaz de observar. Ya más entregado al espectáculo, se presentó otra ocasión interesante. Me levantaba poco a poco como hacían los demás. Mi respiración se detuvo por momentos, me movía rápido con la cabeza hacia un lado y otro para no perder un solo detalle de lo que iba a ocurrir. De nuevo lo que veía era un buen intento sin una solución. Entonces surgía el letargo del sueño, del calor y me sentía frustrado, como si todo fuera mi responsabilidad y no pudiera ofrecerle esa alegría a Juan Manuel. Y así transcurrían los minutos y seguían fugándose mis pensamientos a lugares muy distintos que los que debían ocuparme en esa ocasión. Me concentraba y con facilidad, también me escapaba de ahí. Todo de pronto aparecía en cámara lenta. Mis ideas se hacían densas, mis deseos de atención volvían pero nada de lo que ahí ocurría lograba atrapar mi interés.

Tomé una decisión: No podía hacer mucho por mi sueño, el calor se podría soportar mejor ya con la nube que nos cubría y hasta podía disfrutar todo lo que veníamos Juanma y yo a buscar. Me hice el propósito de estar ahí. Así, puse mayor atención, limpié mi cara del sudor, miré de reojo a Juan Manuel y vi que seguía esperanzado y gritaba para hacer escuchar sus descalificaciones, insultos y propuestas, y él sí, nunca perdía la atención, lo que yo estuviera padeciendo era algo que poco le parecía importar, él seguía en lo suyo y con todo el entusiasmo que un experto, como él, podía mostrar. Ya de nuevo estoy en situación, poco a poco me fue tensando lo que veía. Ahora sí, mis párpados obedecían a lo que mi vista dictaba. Mis pensamientos se colocaban por fin en esa línea de atención. Me dejé llevar por lo que quienes conocían opinaban. Me permitía también expresar mi sentir. Me salían palabras seguras, como de sabiduría y había hasta quién con su mirada aprobaba mis comentarios y me seguía en ellos y confirmaba lo que yo audazmente me había atrevido a decir. El sudor ahora era de gozo. Me inclinaba hacia delante para poder mirar mejor. Mi respiración se aceleraba, mi charla se hacía más y más animada. Casi se me podía oír gritar. Me estremecía, me incorporaba y más gritaba, más me emocionaba... Creo que hasta llegué también a vociferar una ordinariez. Ahora gritaba y compartía con mi hijo.

Y no sucedía nada aún. Surgían de entre los que habíamos ido, las maquinaciones más creativas. Los gritos que lanzábamos se hacían pocos para expresar nuestra tan docta opinión que seguramente nos llevaría a lograr el orgasmo tumultuoso que veníamos a compartir. Todo se llenaba de gritos, en algunos casos las opiniones y sugerencias coincidían. O aparecían otros gritos que surgían para mostrar la sabiduría, experiencia y creatividad de los más audaces y conocedores. Así se podría demostrar a los demás que nuestro conocimiento y talento eran certeros y sabios. Claro que lo dicho sólo quedaba en una opinión de esas de un café, como cuando se reúnen cuatro o cinco a hablar de política alegando que se podrá mejorar al país si tan sólo alguno de ellos fuera escuchado.

De pronto todas las voces apuntaban a lo mismo, el momento era propicio, yo sentía que por mis venas la sangre corría más aprisa, la sudoración secaba, volviendo a surgir por momentos, con mayor intensidad: mis manos se contraían, mis brazos se habían quedado aferrados al frente como buscando atrapar lo mejor del momento; intentaba aprehender lo más que pudiera de esa oportunidad. Mis piernas rígidas, se preparaban para pegar un tremendo salto, un torrente de adrenalina sacudió mi cuerpo y todo en mí se preparaba para entrar en acción. Subió mi pulso y supongo que la presión sanguínea corría con mayor fuerza; aclaraba mi garganta para lo que estaba a punto de venir.

Poco a poco me levanté del asiento, pujaba y hacía grandes esfuerzos sin siquiera moverme de mi lugar; giraba mi cuerpo como en espasmos, y todo por ver mejor. Mis brazos entonces se estiraban y volvían a contraer, mis puños cerrados se abrían al llegar a mi rostro preparándome a tapar mis ojos si no llegaba ya lo que nos había hecho llegar hasta ahí.

Jalaba aire, llenaba mis pulmones preparando el grito que lanzaría en unos instantes más.

¡Gooooooooool! El marcador se ponía uno a cero favoreciendo a nuestros Pumas y una tarde de triunfo se nos descubría por fin a mi Juanma, a Luis, a los chicos del grupo y claro, también a mí. Al final del partido habíamos ganado uno a cero, estábamos todos orgullosos del resultado y los “cachunes” y vivas de nuestras porras hacían evidente el orgullo que entonces sentíamos de pertenecer a los hinchas de la Universidad.

Dos semanas más tardes volveríamos a vernos con Luis. No todos los chicos del grupo volverían, ellos eran pacientes del pabellón de oncología del Hospital Infantil, muchas veces eché de menos a alguno y no me atreví ni a preguntar la razón. Luis, que era uno de esos héroes anónimos, en su afán de entregar a esos chicos y sus padres no sólo su medicina sino su amor, nos invitaba a compartir con él esos encuentros que también constituyen una de sus grandes pasiones y nos permite a algunos aprender a vivir entregando el corazón.

Selección de cuentos: El túnel

Selección de cuentos: El túnel

El túnel

El túnel
Luis Brotons (Claudio L. Quinzaños Ripoll)

No cabe duda que el mayor de los pecados de la humanidad es la soberbia. No en balde está catalogado dentro de los siete pecados “Capitales” de la humanidad. La soberbia siempre llevará implícito pretender un dominio sobre los demás, y quien es dominado por tal pecado, siente estar mejor ubicado en la escala de lo social. Casi nadie está exento de tal vicio, si no, analicemos el desdichado término “naco” tan arraigado en el habla de casi todos los habitantes del Distrito Federal. “Naco”, para algunos, es quien tiene menos recursos materiales, con independencia de su cultura o posición social. Para otros, el término se confiere a quienes habitan en un barrio con menor prestigio del que habita el rudo ofensor. Muchos otros denominan de tal suerte a quien viste diferente, se peina con distintos tipos de ungüentos o debido a algún peinado particular. Y les llaman así, también por utilizar marcas de ropa, lociones, desodorantes o pantalones que no corresponden al supuesto nivel social del insultante quien se considera como mejor, y además siente estar exento de ser llamado como de ese tenor.

Cuando se analiza más a fondo el término se puede observar su utilización en todos los medios socioeconómicos, culturales y sociales de nuestra sociedad. Es decir, siempre seremos nacos para otros quienes así nos han catalogado por razones muy parecidas a las expuestas atrás o tal vez por quienes pertenecen a otro nivel o hasta “casta” social. Así, la cadena de “nacos” es como una cadena sin fin en donde todos queremos estar fuera de tal clasificación pero al mismo tiempo, también tendemos a otorgar el triste título a los demás.

Tú, querido amigo Alonso no podías sustraerte de esta cadena de “nacos” que sólo por el hecho ser soberbios debieran también ser clasificados de esa manera. Y mira, cómo también caigo yo mismo en la misma condición de soberbio-“naco”, sólo por haberte clasificado así.

Durante años te has dado cuenta que tu peor falta o tu mayor defecto ha sido la falta de amor hacia los demás. Ya desde niño habías aprendido que pertenecías a una clase diferente sólo por el hecho de que tu papá tenía más dinero que muchos de los papás de tus compañeros en el colegio. Y recuerda a tu mamá:

- Comerás puras porquerías- decía, cuando le pedías permiso de ir a casa de uno de tus amigos a comer-, esas familias no saben comer – se burlaba- siempre sopa aguada, sopa seca y un guisadito-, haciendo énfasis a las diferencias sociales existentes entre tú y los demás hasta en la mesa por compartir.

Entonces comenzaste a vivir de forma diferente. Cuando visitabas a tus amigos, lo hacías desde tu pedestal. Cuando ellos eran quienes te acompañaban, en esas rarísimas ocasiones autorizadas por tu mamá, eras tú quien se regodeaba por dentro al creer que sí; ¡eras diferente y por lo mismo superior!

Fue en la prepa cuando comenzaste a conocer otra realidad. Conociste a Allende, al Che, a Castro, también, a tu novia, tus amigos y tu propia experiencia con el mundo real. Así, te percataste de millones de jóvenes luchando por un mejor equilibrio social y, en ese momento, entendiste tu posición como miembro del “enemigo” aquél, por quienes muchos jóvenes de tu edad morían al enfrentar estados autoritarios y conservadores. Eras tú, quien desde ese pequeño mundo de mentiras habías colaborado para favorecer la existencia de esos distingos en oportunidades y vivencias. Y también fuiste enemigo cuando aquellos jóvenes lucharon en esos años sesentas y setentas del siglo décimo nono. Y luego añorarías sus propias causas y entenderías, aunque muy tarde, que tú no querías ser victimario de tal desolación.

Y más adelante adquiriste la costumbre de dar limosna a quienes suponías los más jodidos, a los viejos de la calle, a los vagabundos a los más despreciados (y ahora hasta asesinados, por algunos bándalos, por el simple gusto de verlos sufrir). Seres que son en apariencia desperdicios sociales; hombres y mujeres que han vivido en el alcohol, en las drogas o simplemente han padecido de alguna enfermedad mental. Así, dando esas monedas, a manos, sobre todo agradecidas, quieres reivindicar las culpas de tu pasado cuando creías ser superior.

Ya no esquivas ahora lleno de asco las manos de un niño moquiento cuando te detiene, cumpliendo la tarea impuesta por sus padres: pedir un poco de caridad. Ni te crees ya mejor de quienes han vivido pobres en lo económico pero muchas veces enriquecidos por su compromiso con los demás. No, ahora supones que porque votas por los partidos de izquierda, o porque acudes a los conciertos populares estás logrando una mejor condición en el concierto social. Pero te esfuerzas vanamente, porque la soberbia se ha vuelto karma en tu existir.

Y no tengo más observaciones por ahora, Alonso, sólo reviso tu recorrido desde CU hasta Hidalgo en tu supuesto viaje al mundo de lo trascendental.

Vas en carrera desbocada, a unos quince o veinte metros de profundidad. En tu “i-pod” escuchas una selección musical distinta de lo que gusta a quienes te acompañan en esta ocasión, pero eso no te hace mejor o peor aún. Al inicio de tu viaje, suena la voz de Cesárea Evora, con sones de carnaval, pero la adoras sólo por ser extraña al gusto popular. Hace mucho calor y no te desesperas, Alonso, aunque eso te lleve a recordar, por momentos, los infiernos de Dante. ¿Te habrás condenado ya y estás en los infiernos? –sonríes sólo de pensarlo-. Sigues adelante hundiéndote, más y más, en ese oscuro túnel bajo la tierra y no te importa sentir, en ocasiones, interrupciones de sonidos extraños que surgen como cuchillos a tus oídos: sones de salsa, cumbia o merengue y siempre acompañados con pregones melódicos de un pasajero quien a modo de orden dice: -Señora, señor, señorita… ¡En esta ocasión, se va a llevar lo que hoy traigo a la venta! Representaciones internacionales ha sacado a la venta el nuevo éxito…” -, y lo vives como si realmente te forzaran a comprar.

Pero no sucumbes a las tentaciones provocadas por ese tipo de ofertas. Ni siquiera a aquellas con la promesa de darte un mayor conocimiento o pericia en la computación. Tampoco, con la oferta de versos dulcísimos y chabacanos de un autor popular. Así, agradeces siempre a ese dispositivo auricular, por permitirte escuchar tu propia música: selecciones de ópera, música sinfónica, piano, tango, flamenco y hasta música más bien comercial. Subes aún más el volumen de tu aparejo para evadirte de esa realidad, ahora chocante para ti. Y de pronto descubres a un viejo cerca de ti.

Te parecía agonizante. Te fijas bien en él y comprendes que no; ¡no está muerto! y para tu sorpresa, le escuchas al hablar. De él surge, en medio de tu propia música, una vocecilla que invita a comprar una suerte de congelada con sabor a chamoy.

Miras con vaguedad hacia un lado y otro, encuentras seres siempre extraños para ti. Captas rostros que en tu personal desinterés, no tienen nombre, edad, historia propia o afanes y turbaciones y te conviertes en su igual. Te percatas de los sueños de quienes han quedado dormidos, los ves flotar, y adivinas sus tardes en el billar o hasta sus noches en un lupanar, sin comprender que tal vez durante la noche no pudieron dormir por alguna desazón como te sucede tantas veces a ti.

Y surgen como fantasmas en medio del trajín cuerpos gordos, flacos, sudorosos, menudos y hasta cuerpos enormes; te avientan y te la mientan mientras luchas por conseguir una mejor posición dentro de ese corral de metal. Y hay mareas de hedores, humores y pedorreras silenciosas las cuales te ofenden pero también forman parte de tu excursión. Entonces, te agarras de lo que puedes, el vaivén de aquel que ahora supones un catafalco de cuerpos muertos en la indiferencia general, se vuelve látigo y te avienta contra los aceros hiriendo tu cuerpo o, hacia esos tipos extraños quienes golpean tu rostro, tus piernas o tus brazos para advertirte tu situación de no ser más, ni mejor, ni peor. Y coges tubos, brazos, manos y hasta los hombros cuando te lo permiten tus compañeros de suplicio. Y se escuchan disculpas, mentadas y hasta te enfadas, pero, contra ese vértigo provocado por el insensible conductor, no hay mucho qué hacer. Y así, el movimiento, entonces, cumple con su función de entropía al acomodar a todos en compacta formación.

Ya con una posición más benigna tratas de mirar fuera de la lata vertiginosa y sólo adviertes un rápido reflejo en contra dirección y te asustas al escuchar el chirrido metálico del cajón viajando en contrasentido, y te angustia el siseo de su velocidad. E imaginas aquellas láminas y sus acompañantes al colapsar en un terrible accidente. Te aterra pensar en la escena a la mitad del túnel cubierta de sangre, de llantos, de gritos... De gente con quien jamás pensaste compartir ni el morir.

Crees ver ese vaho de los alientos infectos, ofendiéndote, mancillándote con una supuesta invisibilidad. También escuchas el goteo de torrentes de sudor, o percibes la fétida orina ya seca en ropas sucias con dos o más días sin permutar. Y adviertes tinturas de agujas que exhiben demonios, calaveras, cuchillos, santos, nombres o hasta monstruos en una creación prolija, en brazos, torsos, piernas y pechos de tus compañeros en ese colectivo padecer. Y aguantas, pues, y te sitúas como un simple observador extraño a quienes te rodean pero finges tu hermandad.

Viajas ahora a más profundidad, Alonso. Y te seguirán momentos de mayor intranquilidad, tu bonhomía se pone a prueba. El vaivén y todo se ha transformado en un nuevo latigazo, aventando a todos hacia el frente, por la inercia que obliga. Se hace el silencio y el calor empieza a hacerse insoportable. Con toda seguridad has llegado a tu purgatorio imaginario. No hay ya ni una brisa ahí. Hasta los pregoneros callaron. La música hermosa, surgida de tu particular auricular, ahora lastima tus oídos por la presión del artefacto. Poco a poco se han apagado todas las voces; quienes dormían despiertan, la luz artificial titubea, y surgen rápidos destellos, acompasados de una oscuridad sólo percibida a cincuenta metros de profundidad. Surge un ambiente de tensión generalizada, el silencio reina y te comienzas a angustiar.

Te pones a recordar la caída de la mañana. Y te sientes de nuevo frágil, inerme, solitario y confundido entre las mareas humanas donde siempre has creído ser una pieza más dentro de esas masas en un permanente tránsito por la ciudad. Tu soberbia traicionó una vez más tus ímpetus de amor esa mañana, Alonso. Fue al salir del Metrobús, en la estación de “Perisur”. Querías bajar ahí como muchos, pero una parejita de novios, ella uniformada de médico y él vestido –pensaste, de patán- se ubicaron como postes en medio de la puerta y se esforzaban por no salir ni perder su ubicación en el centro del acceso al autobús. Ese tipo, reflexionaste, creyó eran momentos de mostrar a su hembra que él era un macho brindándole protección. Así, empujaban ambos oponiéndose a quienes intentaban salir. Toda una batalla de fuerzas y tal vez para algunos de poder, pensaste. Y tú, tu eras uno de los que mayores derechos creías tener para salir con libertad. Derechos, consideraste, adquiridos dada tu condición de burgués con cierta preparación y presencia y te hacían diferente de los demás.

Unos jalaban, otros empujaban y tú ahí sin poderte asir de algo fijo para salir, entrar o por lo menos no resbalar. Saliste pues, pero tropezaste y caíste entre el autobús y el andén. Entonces, gritaste pendejos a los viajantes emparejados, la estudiante de medicina y su imbécil galán.

Poco amor mostraste, como tantas veces, ahora el viaje continúa y quieres seguir con tu selección musical. Y te siento lejano de todo a tu alrededor, te haces acompañar por, la majestad de Donizetti y tratas de mostrar, quién sabe a quién, algo de amor en el resto del trayecto. Pero aquellos gritones quienes sienten son dueños de los vagones insisten en pregonar más aún. Y su música de barrio te invade y distorsiona las suaves notas de la “Furtiva Lacrima” cantada con tanto sentimiento por Di Stefano, y te enfadas y llegan otros pregones, y otros les siguen como en un desfile desquiciante y llegas a desesperar. Te esfuerzas y piensas, ¡sólo trabajan! Eso te hace sentir mejorado en tu orgullo y no como cuando un ente lacrimoso te pidió un poco de compasión y sólo se te ocurrió ignorarlo. O en aquella ocasión cuando te ofendió el rancio humor de la viejita vestida de negro y pedía algún dinero para pasar su viudez; te burlaste de ella, cubriendo tu cara ante la risa de todos tus compinches del club. Ahí siempre habías estado pecando, reconoces, ¡Y de un modo capital!

Crees ser mejor ahora, ya no desprecias a los viejos de la calle, concurres con las masas al concierto popular, dices ya no pecar, crees ser mejor porque desde tu juventud entendiste el valor de los demás. Te empeñas en esos pensamientos, te agarras del recientemente adquirido sentimiento de bonhomía y entonces te llega un tufo; uno no percibido con anterioridad y ha invadido el espacio. Observas a derecha, e izquierda y descubres que proviene de un crío, y la fetidez surge entonces, avasalladora, incontenible, insoportable. ¡Es el terrible exudado del chemo, del resistol, el cemento, el thiner! Doblemente pecas ahora contra ese crío: por su olor y el advertir que es casi un niño quien te ofende sin darte cuenta de ser tú quien le ofendes a él y sólo por tratarlo de juzgar así. Pero, si te fijaras más, tal vez retirarías las culpas con las que le señalas. No más de trece años tiene, y una desolada mirada se advierte en ese pálido y esquelético cuerpo, tal vez por un triste pasado culpable de llevarlo hasta aquella verdad. Hiede su ropa si, también su sudor y su aliento, claro; pero espera, nuevamente quieres escapar, huir a tus desahogos, tus holguras, a tus perfumes y a tu siempre presente soberbia. Y de pronto y con arrepentimiento, te das cuenta de haber vuelto a pecar. No podías hacer nada por el chico te justificas, ¿o tal vez no querías? Y respondes que tampoco él te lo había pedido y en todo caso no era tu vida, tampoco tu problema. –Ni mi culpa- gritas a tus pesares. Simplemente lo ignoras, tratando de evitar el reflejo en tu cara de cualquier señal de asco. Y mira, Alonso, al menos pudiste ofrecerle un poco de respeto, ni siquiera eres capaz de sentir, ya no amor, sino tan sólo algo de compasión.

Ahora con suavidad hace su arribo el convoy. Por fin llegas a tu destino. El vagón ha abierto sus puertas. Llega algo de aire; ¡Estás vivo! Luchas contra quienes se afanan por entrar antes de permitirte salir. Vas rumbo a Bellas Artes. Tu destino es la exposición de René Magritte y cruzas por la Alameda Central. Te has perdonado de nuevo, y hasta olvidas. A tu paso observas otra vez gente sin personalidad, gente que hace tumultos cuando está reunida y te percatas de pronto que estás libre de ese niño en el tren. Y sí, estás libre de tu encierro pasajero, tal vez del sofoco, pero te lastimarán el resto del día los recuerdos del túnel, las angustias de tus propias miserias y cómo en el anonimato de unos cuantos minutos volviste a fracasar en el amor.