lunes, 5 de julio de 2010

De ajolotes, mariposas y otras sabandijas




Por Luis Brotons
Claudio L. Quinzaños R.

Hoy me escapé de casa. Eran como las 11 de la mañana y lo sé porque fue justo en aquella hora que Justina, la cocinera, siempre sale a la tiendita a completar todo lo que usará para el menú del día. ¿Por qué será que Justina niega estar enamorada de Don Toño el dueño de la tiendita? A mi no me engaña. Yo he visto en su cuarto, escondida en su ropero una foto de esas grandotas y hasta con dedicatoria y todo. Y no es que sea yo una curiosa, no, qué va... Lo que pasa es que me gusta estar investigando por todas partes y siempre ando indagando acerca de todo lo que pasa en casa.

Y hoy cuando Justina salió dejó entreabierta la puerta del zaguán, y bueno, como desde hacía tanto tiempo que lo deseaba, me decidí y salí corriendo fuera de casa. ¡Claro que sólo era un ratito! No pensaba estar fuera mucho tiempo, tal vez lo justo para volver antes de que Justina o los demás se dieran cuenta de mi ausencia.

Salí corriendo por la banqueta, luego di vuelta en la esquina y me topé con ese parque que me gusta tanto. Me detuve un ratito sólo para gozar mi soledad y de que nadie me diría qué hacer o hacia a dónde ir. Era libre de husmear por donde yo quisiera. ¡Menuda carrera había pegado! Seguiría corriendo pues tenía que regresar rápido a casa. Me distraje un instante, no se cuánto tiempo pasó pero no creo que hayan sido más allá de dos o tres minutos. Me embelesé mirando unos animalitos como pececillos que nadaban en el estanque. Digo que parecían peces porque tenían la colita así, aplanadita. Pero eran raros porque también tenían como piernitas, muy pequeñas y parecidas a las de las ranas.

Yo estaba sola en ese momento frente al estanque, comencé a rodearlo para ver si es que habían más pececitos raros o quizás otras curiosidades que pudiera encontrar ahí. En ese momento, pensé que la aventura que estaba viviendo había valido la pena aún con ese esfuerzo y sudor. Muy despreocupada seguí mi camino, un poquito más adelante, y no sé cómo ni cuándo es que una mariposa me cautivó. Comencé a seguirla y aunque ella volaba, en momentos descendía casi al nivel del piso y eso me provocaba quererla capturar, no se, tal vez para poderla llevar a casa o por lo menos jugar un ratito con ella. Era de esas mariposas azules que sólo por su color y tamaño siempre me han provocado mucha curiosidad. Pero la muy canija volaba a veces muy rápido y se escapaba mientras yo, toda agitada, la seguía. A veces, cuando volaba bajo, era yo quien brincaba para atraparla pero luego ella se metía entre los arbustos y entonces no lograba ni verla, pues por más que me estirara siempre quedaba lejos.

Finalmente, la mariposa se escapó y sentí cierta humillación pues me daba cuenta una vez más de mi corta estatura, que en casos como éste resultaba un inconveniente, aunque en otros, como el escapar de casa ese día, o hacer algunas incursiones en mi afán de curiosear siempre mi estatura era una gran ventaja. Pero, creo que llegó a darse cuenta de mis intenciones aquella ninfa alada, y claro; ¡No se iba a dejar atrapa! Por más que miré a un lado y a otro no había ni rastro de ella. Me puse a correr a la derecha, luego me dirigí a la izquierda. También me subí a una banca para ver si la divisaba a lo lejos, pero nada. Ya no estaba.

Y tras mi frustración me percaté de que me había perdido. Me encontraba sola y no había ningún árbol, banca, fuente o poste que me pareciera familiar. Comencé a preocuparme, tenía que volver pronto a casa. ¿Pero cómo? ¿Qué hora sería? Tarde, supuse, ya que sentía hambre, por lo que debía ser más o menos la hora que comemos siempre en casa. De un carrito de hamburguesas me llegó un olorcillo que me abrió el apetito como cuando Justina está cocinando y se acerca la hora de comer. En ese momento añoré sus guisos y las probaditas que siempre me regala como premio por haberla acompañado un rato en sus quehaceres.

¿Pero y ahora cómo volveré? Eché a correr sobre mis pasos, o al menos los pasos que yo creía haber dado en mi camino hasta acá.

Rápido, rápido que van a llegar todos a casa y me van a echar en falta.

Pero por más que desandaba o creí que así lo hacía, me daba cuenta de que no me acercaba a nada que hubiera visto antes. Estaba perdida. Y ahora, además, con hambre y toda cansada por tanto correr y brincar.

Sentí miedo, como que quería llorar, pero si lo hacia los que pasaban por ahí se iban a dar cuenta de mi travesura y no sé si me iba a ir peor. Por lo pronto, mejor me quedé callada y busqué una sombrita para poder descansar y pensar mejor. No supe en qué momento me quedé dormida. Sólo recuerdo que lo último que estaba yo pensando era si acercarme a alguien para pedir ayuda o bien, encontrar mi camino por mí misma. Pero todos los que pasaban me eran desconocidos, y además, me provocaban miedo. Yo sabía que no podía hablar con desconocidos. No sabía cuáles pudieran ser sus intenciones. En alguna ocasión una señora muy güera y muy fea me insultó y sólo porque me tropecé con ella mientras jugaba con los chicos de la familia Sáenz. ¡Ay qué uñas tan largas y retorcidas tenía la vieja aquella! Pensé que me iba a rasguñar o a pellizcar y sólo me salvó que en ese momento se le rompió a la vieja un tacón que se le había atorado en una coladera. Ja, ja, ja, ja. Mi susto se convirtió en burla y me pude escapar, dejándola con todo su coraje y sus gritos.

Pero hoy no sé ni qué hacer. Ya está haciéndose tarde. Nadie pasa por aquí a esta hora, estoy sola. ¿Qué habrá pasado en casa? ¿Qué estarán pensando de mí? Y yo con hambre y frío. Tengo miedo. ¿Qué tal que llega un gendarme y me lleva presa? ¿Y si me quieren robar? - Tal vez caminando un poco más por ese caminito ya encuentre la casa. Pero; ¿Y si me alejo más?

- ¿Qué hago? ¿Qué hago? Me preguntaba. Ya no me estaba divirtiendo. Ahora todo me parecía un juego peligroso del cual no sabía salir. Siempre me ando metiendo en problemas pero es que no puedo evitar sentir interés por todo lo que pasa por ahí. Recuerdo que había un estanque con pececillos raros, pero no lo veo. Recuerdo la entrada al parque, ¡Claro! Tenía como un arco grandote con leones en las esquinas. Y si. ¡Si, ahí hay un arco. Voy para allá! Pero, no tiene los leones. En las esquinas este arco no tiene nada. Tampoco la calle me resulta familiar.

- ¡Qué hambre! Me duele la cabeza, mis piernas ya no aguantan, yo aquí perdida y ni una persona o compañía. Nunca había venido aquí de noche. Seguro que no hay mariposas, ni pececillos a esta hora. - ¿Pero qué veo? Una enorme rata que corrió y se metió debajo de ese árbol. - ¿Y si sale de nuevo y me muerde? ¿Qué hice? ¿Será cierta esa historia de que la curiosidad mató al gato? ¿Y si el gato murió precisamente por el ataque de una rata? ¡Tengo mucho miedo! ¡Justina! ¡Justina! - la invocaba con el corazón arrepentido por mi travesura - ¿Se habrá ido por fin la rata? ¿Será la única? Ya no la veía pero… No. ¡Ahora esa enorme cucaracha! Y me mira, creo que me va a atacar, no… Pero, ¡No se mueve, se le ve valiente como si me retara! - ¡Yo no quiero pleito cucaracha! Yo sólo quiero irme a casa pero no sé cómo volver.

La repulsiva alimaña mueve sus largas antenas pero no hace nada, de pronto echa a correr sin preocuparse siquiera por mi presencia. Entonces me relajo, me quedo un poco más tranquila pues aunque no se si son malas las cucarachas, no me gusta que me miren y menos ahora que estoy tan solita y cansada.

Sin más aviso, sale otra rata y corre. Me sobresalto. Luego otra y otra. Ahora parece una procesión. Salen ratas grandes, como la primera, chicas, gordas, largas, grises, pardas pero todas con unas horripilantes colas que a veces siento que van a chocar conmigo. Sus colas siempre me parecieron horribles. Advierto que ni les importo, no les provoco miedo o al menos algo de respeto por mi tamaño. Aunque soy pequeña, siempre una rata, por grande que ésta sea, resultará una enana junto a mí; ¡Claro que esto no me tranquiliza tampoco! Y luego, se asoman más cucarachas. Tal parece que durante la noche en el parque se dan cita todos esos animales asquerosos ya que de día nadie los suele ver.

Ahora si, ya de plano, me pongo a chillar. A ver si alguien me escucha, por favor. A ver si alguien me viene a ayudar, porque yo ya no puedo más, solita como estoy.

Por fin encontré un buen lugar para defenderme de tantas sabandijas. Me subí a una banca de esas del parque pintadas de blanco y creo que ahí no me van a poder tocar. No puedo confiar con certeza, en mi refugio, claro. ¿Qué tal que saltan hasta aquí arriba o que algún otro bicho pueda volar y me ataque?

- ¡Ay, Justina! ¿Para qué me tenía que salir de casa sola si siempre había alguien de la familia que me acompañara? Y siempre podía pasarlo bien en el parque o en cualquier sitio a donde me llevaran. Me encanta cuando vamos en el coche y por la ventana puedo mirar cómo pasan rápido los árboles y los niños que juegan en las calles. El domingo pasado hasta fuimos a una feria y me regalaron un bizcocho que aunque se me cayó, me había llenado toda la cara de merengue. Y se burlaban de mí los niños porque me había puesto color de rosa. Y la comida de casa… ¡Siempre hay un poco de caldo caliente cuando tengo frío! O por lo menos, galletitas de esas que me encantan cuando hago bien las cosas. Y Justina que tanto me platica y que cuando me ve triste me acaricia con sus grandes y gordas manos calentitas y luego me hace sentir tan bien.

- ¿Volveré algún día a casa?

- ¡Ya no puedo más! Eso si, ¡No me voy a quedar aquí esperando sin hacer nada! ¡No, no soy así! Yo siempre he sido valiente y me he salido con la mía; ¡Esta vez no será la excepción! Voy a encontrar la casa así tenga que recorrer todos los caminitos de este parque o hayan mil ratas y cucarachas por doquier.

Me bajo de la banca con determinación, eso si, con precaución y miedo pues la verdad es que como que las ratas están despreocupadas por el hecho de que esté yo ahí pero, a mi siempre me asustan. De las cucarachas no tengo por qué preocuparme, pues son como tontas. Sólo miran, caminan, regresan y vuelven a sus humedades sin más aspavientos. Pero es que las ratas… ¡esas sí que me dan miedo! Recuerdo una grandota que se metió un día por el garaje de la casa, no supimos cuándo entró (seguro que lo hizo en una de las diarias salidas de Justina). El caso es que nos dimos cuenta de que estaba ahí por primera vez un día que a Carlitos vio que su cuaderno de ingles estaba algo roto, como carcomido, por un lado. Él lo había dejado junto a la lavadora la víspera, mientras observaba hacia qué lado giraba la ropa durante el lavado y trataba de comprender, para un trabajo escolar, cómo era que se podía lavar tan bien. Veía y adivinaba. En ocasiones preguntaba, hasta que se fue a la cama sin darse cuenta de que había olvidado el cuaderno. Cuando al día siguiente Carlitos nos enseñó su cuaderno y nos acusaba de que alguno de nosotros se lo habíamos maltratado, de inmediato, supimos que había sido mordido y no precisamente por alguno de nosotros, los señalados por él. Así que Justina, en su ya larga experiencia de todo lo raro que ocurre en la vida, nos advirtió de la presencia de una rata. - Es más, dijo- la rata ha dejado su caca por aquí y nos enseñó unas moronitas pequeñas, muy pequeñas que si, efectivamente parecían semillas de ajonjolí color marrón.

Otro día se hizo un apagón en la lámpara que está al lado del sofá. El cordel también había sido mordido por la rata. Pero no la veíamos aún. Nadie la había visto nunca y sólo Justina nos advertía de su presencia. Un día, oí a Justina decir que las ratas eran animales malos y entre otras cosas podían pegarle a uno la rabia. Añadió que hacía muchos años las ratas habían acabado con millones de personas y que había sido por la peste que ellas les habían contagiado.

A mi francamente me tenían asustada las historias de Justina. Yo no quería toparme con la rata aquella por nada de este mundo. Pensaba que también a mi me podría contagiar. Y aunque no sabía qué era eso de la peste, a mi me sonaba como algo asqueroso, algo detestable o que olía mal y por eso se llamaba de esa fea manera.

En esos días ya no me sentía bien, ni comiendo. Sentía que la rata aquella tal vez había probado nuestra comida y no nos habíamos dado cuenta. La imaginaba como un ser extraño, temible, a veces invisible y otras ocasiones, hasta mágico pues nos hacía toda clase de maldades sin que se dejara ver nunca. Era como un ser que viniera de otra dimensión.

Por fin un jueves la atrapamos. Una noche cayó en la trampa que se había colocado para ella. No era de esas que atrapan con un fuerte gancho que la aplasta. No, la trampa era una cajita metálica con un sebo en el fondo de la misma para invitar a la rata a entrar, y una vez que tocaba con el hocico el bocado, la puerta de la caja cerraba y ya no la dejaba salir.

Entonces la conocimos. Todos le reclamaron. La insultaron, le hacían muecas. Yo la verdad no la quise ni verla. No sólo me había provocado miedo, algunas noches pensé que la había oído y nunca supe si había sido verdad o más bien había entrado en el mundo de mis pesadillas.

No supe qué fue de ella. Justina no volvió a hablar del asunto. Creo que sentía culpa porque la rata habría entrado en casa justo en una de sus diarias escapadas a la tienda de Don Toñito.

Y ahora estoy aquí, no con una sino con muchas ratas. No sé cuántas serán, pero a mi me parece que las hay por todos lados. - ¿Y si bajo y me atacan? ¿Y si alguna conocía a la rata de casa y se quiere vengar? No, sólo tenía que armarme de mucho valor y enfrentar mi búsqueda de regreso a casa. Ni siquiera ellas me iban a detener en mi intento de volver.

Bajé por fin de aquella banca y en vez de que las ratas me persiguieran para atacarme huyeron, lo cual me asombró y sólo alcancé a ver algunos ojillos brillantes a través de las hojas de los matorrales. Creo que esperaban a que yo me fuera de ahí para poder continuar con su verbena. Tomé el camino más amplio a mi alcance. En medio de él había una fuentecita con un niño de mármol que meaba, y me resultaba gracioso que pudiera ser un adorno algo tan vulgar. Pero en fin, por lo menos el niño era simpático, con rizos y regordete, como si fuese un bebé. Ya con más calma me percaté que no me había fijado en los grandes cuadros que tenía el piso. Eran rojos y con una rayita blanca entre uno y otro. Creo que no me había fijado en realidad en ninguno de los suelos por los que había pasado. Pero no, ahora que lo pienso, recuerdo que el del estanque de los peces raros era sólo gris y sin más chiste que eso. Este, por el que me dirigía, sí se veía bonito. Debía llevar a algo mejor que el estanque. Tal vez pueda llevarme a la entrada del arco de los leones. ¿Será? Entonces me entusiasmé. Ya no me fijaba en las ratas. Ahora buscaba la puerta, el arco, los leones. ¡Claro! Debí haberlo pensado todo el tiempo. El camino principal, el más adornado como éste, es la vereda que te lleva a la entrada y ahí es por donde yo llegué. Y en cuanto vea mi arco con sus leones podré correr a casa; ¡Ya todo se va a solucionar! – pensé-.

En serio que estaba lejos la entrada. Debo haber corrido otros cinco minutos desde que dejé la fuente del niño meón y no lograba verla. Y qué difícil me resultó el trayecto. Tres veces tuve que parar la carrera por unas ratas que atravesaban el camino de los cuadrotes rojos. La primera ocasión sí sentí que me atacarían: ellas cruzaban sin prisas cuando me vieron, y estoy seguro que pensaron las iba yo a atacar; pararon y en un medio giro retorcieron sus cuerpos mostrando sus dientecillos como para atacarme. Yo chillé por el susto, sentí que llegaba la hora de mostrar mi determinación y no me dejaría intimidar más. Ellas, creo que se asustaron más que yo y finalmente huyeron.

Luego fue lo de la segunda rata: Ya estaba yo bastante asustada por lo de las primeras. Iba ahora sí, poniendo más atención, y pronto vi un bulto tirado en medio del camino. En un inicio pensé que era una rata, pero no se movía. Tal vez dormía – pensé- pero no, no respiraba. Entonces debía ser un trapo, y como se encontraba justo por donde yo tenía que pasar pues me decidí a seguir mi camino así, sin más. A sólo unos cuantos pasos me hallaba cuando noté que de aquel bulto o trapo surgía una enorme colota horrible de rata y ahí supe de lo que se trataba. Me paralicé de espanto. Creo que hasta dejé de respirar. No me atrevía a mover ningún músculo no la fuera a despertar. Y no se si pasaron mil horas o sólo unos cuantos minutos, el caso es que al final de todo ese tiempo un feo olor me hizo darme cuenta de que se trataba de una rata en estado de descomposición.

El tercer encuentro fue el más angustioso. Ya había tenido bastante con las ratas que me retaron o aquella putrefacta como para poder aguantar casi lo que surgiera. Como que me estaba volviendo valiente y estaba dispuesta a no asustarme. Y si, pasaron varias ratas corriendo y ahora no por cruzar el camino. Ellas corrían casi junto a mí. Como si siguieran mis pasos, como si me quisieran acompañar. No buscaban mi compañía precisamente pero así lo pareció cuando por espacio de unos segundos me siguieron en mi carrera hasta perderse entre los matorrales. Iba yo confiada, con prisa por alcanzar la puerta y ya nada me preocupaba. De pronto pensé que mi suerte había cambiado nuevamente y que el regreso a casa se acercaba. No sabía lo equivocada que me encontraba. Detrás de una de las bancas del parque un chillido hizo que me estremeciera. Sentí cómo mi piel se erizaba y advertía que lo peor aún no había llegado en la desafortunada excursión. De nuevo el grito. No podía entender qué lo provocaba, ni si terminaría yo también siendo víctima de ese aún no visto ni sentido ejecutor. Sentí ruidos entre los setos. Algo se movía de prisa como en una terrible huída de aquel mal que acechaba. Pensé en mi fin, me imaginé destrozada por quién sabe qué tipo de alimaña. Su víctima volvía a gritar y más temía yo mi desventura. De pronto, todo se aclaró. Era una pareja de gatos que en una noche de pasión se daban ánimos en ese maullar que como gritos se lanzaban para conocerse aún mejor.

Volvió la calma en mí, pude continuar un trecho más y por fin llegué a la puerta. Efectivamente observé que se trataba del arco donde están los leones a los lados. ¡Había llegado! Pero; ¿y el estanque de los peces? Volteo y me doy cuenta de que es un caminito sesgado y gris el que me llevó antes hacia él. Ya es de día. Hay luz…

Corro a casa y la puerta está cerrada. Rasco con mis patitas delanteras para que me abran. Chillo quedito primero, a ver si me escuchan. Luego más fuerte, ahora sí me atrevo, pues estoy en casa y no me puede ocurrir ya nada. Me van a abrir, estoy segura y nunca más voy a escapar – me prometo- Ábreme Justina, soy yo, ¡Heydi! Wolf, Wolf, llamo lo más fuerte que puedo. No se si ladro de alegría por haber llegado o para que me escuchen, estoy feliz. He vuelto a casa. - Justina, Justina, ábreme, ya llegué.

Pero ¿qué está pasando? - No señor, no me lleve, aquí vivo, no, no por favor… No me lleve. ¡Noooooooooooo!

1 comentario:

  1. Querido primo. Este cuento me ha encantado. Mi mujer en seguida lo entendió, yo tuve que leerlo íntegro. Lo han leído también mis hijas y algunos compañeros de mi Taller de Cuentos.
    Es muy bueno.
    Te sigo leyendo, yo sigo escribiendo en:
    http://jwancarlos.blogspot.com/
    Y que. muchos besos, un gran abrazo ... pués todo, compañero

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