jueves, 22 de julio de 2010

Serie de cuentos Ni Gatsu y sus aventuras!




Ni Gatsu

Luis Brotons

“Ni Gatsu” o noviembre, debido al mes en que nació, era un precioso grillo de escasas tres semanas de edad, y esto en la vida de los grillos se puede entender como la de los adolescentes humanos. En una plática con sus amigos, alguien le mencionó que el tiempo de los cerezos en flor había llegado y que el espectáculo que proporcionaban los pequeños árboles despertaba la admiración del mundo entero.

Como Ni Gatsu era un grillo aventurero que se enamoraba fácil de todas las maravillas ofrecidas por el universo, y no dudó ni un instante en dejar su jardín de árboles de magnolias. Nuestro grillito no sólo era aventurero, también llegaba a ser terco y poco caso hacía de lo que sus mayores le decían - Se paciente, de día hay muchos autos y gente -le advirtieron-.

Salió del jardín en pocos minutos, y de pronto se encontró con una gran avenida que le dificultaba llegar a su anhelado bosque de cerezos. Al otro lado se podían ver las copas de los árboles cubiertas de rosadas y minúsculas flores. Lo cual aumentaba sus ganas por llegar. Ni Gatsu, saltaba, volaba y hasta corría con sus torpes piernas hechas para el brinco y no para la carrera.

Su mirada estaba fija en los floridos cerezos, sólo le importaba llegar ahí lo más pronto posible. El éxito de su aventura era seguro, pensó, pero de pronto lo envolvió una terrible oscuridad. Ni Gatsu comenzó a brincar y nada más topaba con paredes por todos lados. En unos instantes se sintió trasladado en una especie de prisión y le era difícil respirar. Al cabo de unos minutos, sintió cómo su cuerpecito era tomado por un niño quien lo colocó en una pequeña caja cilíndrica de metal plateado. El chiquillo colocó algo de alimento en el fondo y durante horas sólo se dedicó a observar al pequeño grillo.

Nunca vio los cerezos en flor. Sólo consiguió el peor destino de un grillo: ser una mascota para la suerte. Sus fuertes piernas no volverían a dar esos saltos que tanto amó, en su lugar, unos escasos brincos y dos o tres pasitos en su claustro y en la oscuridad. ¿Sus magnolias habían vuelto a florear? ¿Los cerezos esperarán hasta lograr salir de ahí?

miércoles, 14 de julio de 2010

Selección de cuentos: Casas vemos...

Selección de cuentos: Casas vemos...

Casas vemos...


Casas vemos…
Luis Brotons
(Claudio L. Quinzaños Ripoll)

Ésta es una de esas historias que, aunque no me consta me hubiese encantado ver. Sobre todo presenciar la cara de sorpresa de ambos protagonistas cuando… Pero, mejor se los cuento como me lo contaron.

La escuché con insistencia por allá de los años ochentas. Incluso vi la casa de la que habla la historia que era una de esas que se hallan en el Pedregal y denotan por su aspecto y ubicación más una fortuna recién adquirida que una fortuna de tradición familiar bien cimentada. Pues bien, la casa tenía una gran barda de piedra gris que discretamente escondía los jardines donde tuvo lugar lo que ahora les cuento. En la puerta de entrada, que también hace de puerta para los coches, se ubicaban sendas estatuas llenas de mal gusto que si por algo se distinguían era por lo cursi de su temática: que si la bailarina de ballet, que el adonis desnudo, que la mujer en la “chaise longue”, o el hombre Tritón. En fin, era una sarta de imágenes que ya han sido tratadas por miles de escultores con mucho mejores resultados que los que ahí se apreciaban. Pero no voy ahora a entrar a hacer una crítica al supuesto arte de Milos, ya que eso no viene a cuento con nuestra historia.

Se decía, de aquella casa, que era un prostíbulo encubierto; un burdel exclusivo para señoras adineradas. Y bueno, aunque no tenía nada que así lo evidenciara, si había yo observado que llegaban hasta sus puertas bastantes camionetas de esas ostentosas que ahora, a las señoras de la alta sociedad les gusta conducir y casi siempre con la intención de avasallar a peatones, perros, cochecitos de pobres, bicis, motos y demás estorbos para su frívolo entender. Al llegar se les abrían de inmediato las puertas de grandes tablones de madera y con igual rapidez las volvían a cerrar. Hasta ahí es todo lo que yo pude ver, sin más sospechas o dudas acerca de las cotidianas razones que esas ensortijadas señoras pudieran tener para visitar aquel sitio. Sin embargo, me contaron que en esa casa las señoras llevaban, cada una, una lista donde especificaban las tareas que ese día tenían que cumplir: ir al súper, al banco, pasar a recoger la ropa a la tintorería y algunas de esas señoras hasta tenían el detalle de incluir el tener que ir a comprar un postre tradicional en un convento de monjitas de Tlalpan. La lista tenía su propia función. Se decía que aquellas diligencias eran atendidas por el personal del local y que mientras hacían su súper o les compraban el dicho postrecito, ellas, señoras de altos copetes y bajas pasiones pasaban a los jardines donde hermosos, diversos y por demás interesantes jóvenes quedaban a su disposición para el placer.

Me dijeron que cada día eran más las asiduas a la casona. Que todo comenzaba por ahí de las diez de la mañana, cuando los maridos se afanaban en los negocios o salían del desayuno con el señor Senador que siempre les podría favorecer en sus aspiraciones. Y claro, en esos años ochentas, muchas mujeres de gran clase ni siquiera pensaban en trabajar. No, ellas eran las reinas, las señoras y para eso tenían su dicho aquél que pregonaba que tenían a su servicio las tres mejores mascotas que una mujer podía tener: Una gata en la cocina, un buey que las mantuviera y un tigre para la cama. Eso era su quid, para eso habían estudiado en las mejores escuelas para chicas de la ciudad.

El servicio encargado de proporcionar esos tigres que añoraban en su colección de mascotas ya que los maridos no siempre lo eran, se pregonaba de boca en boca con lo que se hacía cada vez más exitoso el turbio negocio de la trata, en esta ocasión, de blancos.

Por los ochentas también fue que los adolescentes comenzaron a cultivar el físico. Ir al “gym” o a “jalar” como ellos decían. Esto se convirtió para muchos en una obsesión y comenzaron a proliferar establecimientos, al servicio de esos aspirantes a Atlas. Y eso favorecía la recluta de efebos para trabajar en la casa que viene al cuento. Se les ubicaba fácil en todos esos sitios y muchos de esos mancebos estaban deseosos de explotar su nuevo “look”, que a base de unas dos horas de ejercicios por día y muchas cajas de esteroides, les formaban la musculatura que les llevaba a pensar que eran merecedores de algunos miles de pesos en retribución a poderlos disfrutar.

La fama de la casa también llegó a oídos de Doña Milagros. Un ama de casa guapa aún cuya edad podría ubicarse en los cuarenta y pocos aún pues de todo el gasto que le daba el adinerado marido, Don Julián, ella invertía una buena parte en potingues, masajes y chucherías que la hacían lucir más joven, aunque realmente ya rondaba la cincuentena por aquellos gloriosos ochentas.

Milagros llegaría en pocos meses a los veinticinco años de casada con Don Julián. Nunca se divorció pues en su sociedad de los años sesenta, aún era muy mal visto eso de los divorcios. De la capilla hasta la tumba, le decían las tías y todas las viejas que vieron por su buena educación. Pero la verdad es que si no hubiera sido tan puritana, hasta homicida se habría hecho con tal de deshacerse de su chaquetero marido.

Desde que se casó Milagros quedó advertida: - Sólo los viernes haremos el amor - dijo Don Julián regresando de la luna de miel. – Tengo mucho trabajo y responsabilidades – Añadió- y por lo mismo, ni puedo desvelarme ni puedo estar perdiendo mis energías en esas cosas. Nuestros escarceos se limitarán al mínimo y supongo entenderás que el sacrificio, en lo que se refiere a la cama, se impone por mis fuertes compromisos con el partido.

Milagros lo aceptó aunque desilusionada y pensó que tal vez valía la pena todo eso por la vida llena de viajes, lujos y otros placeres que le esperaban. Y como realmente tampoco Don Julián le había mostrado el verdadero encanto de lo que es un orgasmo, tampoco lo añoraba del todo. Lo que nunca aclaró el tal Don Julián es que su energía sería repartida entre ella y cuanta “pelandrusca” se le acercaba para pedir algún trabajo, recomendación o favorcito especial.

Dos hijos habían procreado en todos esos años: Alfonsito que llegó justo cuando habían salvado la azucena –que así se decía antes cuando un niño nacía después de haber pasado los nueve meses de matrimonio- el cual creció alto, fuerte y hermoso como el abuelo materno y luego Nicolás, ahora de veinte años y más bien parecido al zángano de su papá, pensaba Milagros. De los dos, Alfonsito era el favorito de mamá, en cambio al pobre de Nicolás ni su padre le llegaba realmente a interesar.

Y como Alfonso era el ojito derecho de Doña Milagros siempre se había llevado la mejor tajada del presupuesto que asignaba Don Julián cuando iban a comprar ropa, y más aún cuando le cumplían alguno que otro de sus costosos caprichos como el “Rey Midas” que Milagros le dio por Navidad, o la chamarrita “Ferrari” de doce mil pesos que quiso para su cumpleaños. Esto había hecho de Alfonso un zángano ambicioso y consentido. Mamá no sabía ya cómo animarlo a trabajar para que se pudiera comprar lo que él quisiera. Vamos, ni la escuela había querido continuar a pesar de que todos sus amigos habían seguido estudios de posgrado en el extranjero. No, Alfonso sólo gustaba de recibir, tal y como lo habían acostumbrado y nada de dar algo a cambio, eso nunca había estado en su educación.

Nicolás era más reservado, a él le encantaba el estudio y aunque aún cursaba el sexto semestre de ingeniería civil, no cabía duda que pediría ir al extranjero para continuar con alguna especialidad. No, Nicolás aunque feito sí había salido bueno para los estudios –se quejaba Milagros- Nunca una borrachera como Alfonso, no fumaba, tampoco era de ir a esos antros de que hablaba su hermano. No, Nicolás era el hombre que mamá hubiera querido que fuera Alfonsín. Pero Alfonso era guapo, encantador en su trato con las amigas de Milagros, dotado de un gusto sofisticado a la hora de preparar los “drinks” que tanto gustaban a los amigos de Don Julián. Pero en el fondo todos sabían que Alfonso era más bien un vividor.

En esta época, Doña Milagros ya detestaba eso estar con su marido en la cama, había aprendido a darse placer por sí misma como le había platicado su amiga Emilia que se podía hacer. El matrimonio dormía en una enorme cama que les mantenía por lo menos a un metro de distancia entre ambos, ya que cada uno se cuidaba de dormir lo más pegado a la orilla, y ni aun dormidos tendrían el mínimo rozón. Claro que Don Julián estaba contento con esto; ella no lo molestaba con sus arrumacos y él podía hacer de las suyas sin mayor explicación. Pero Milagros que se acercaba rápido a la menopausia estaba siempre llena de ansiedades y frustración.

Desayunaba con sus compañeritas del Oxford por lo menos una vez al mes en el San Ángel Inn. Ellas siempre parecían dichosas, plenas. Siempre hermosas y contentas con el destino que les había tocado vivir. Y en uno de esos desayunos surgió el tema de los maridos y sus afanes en la cama. Ella no pudo dejar escapar la ocasión de hablar del cerdo de su marido. Se quejó del desamor que ahora sentía y se enteró de que no era la única en la mesa; a muchas de ellas el destino que sus madres habían previsto sólo les había producido frustración. Así que Emilia, su amiga de juventud fue quien le platicó de aquel elegante lugar en el Pedregal.

- Es muy fácil Mila, nadie tiene que sospechar. Ellos, tus hijos y tu marido saben que por las mañanas haces cosas como ir al banco, al súper a tus clases de macramé y esas cosas que para los hombres son garantía de nuestra virtud. Nos ven puras, fieles y hasta buenas mujercitas de su hogar.
Emilia le platicó sus propias experiencias en aquel lugar y hasta encomió el que alguien hubiera hecho algo a favor de ellas, las amas de casa de bien; ya que así se contribuía a una mejor unión familiar. - La función de esos caballeros es como la de las putas cuando sirven a nuestros maridos – añadió- sólo que sin que llegue a haber realmente una traición hacia ellos. Es decir, sólo es un rato de pasión. Y lo que ahí hacen no descompone la armonía del hogar; nada te obliga con esos chavos, no hay compromisos, ni enamoramientos, tampoco hay estorbos y, finalmente, como eso te hará ser una mujer más feliz pues tu familia tendrá a una mejor mamá; ¿No es perfecto? –preguntó, afirmando - .

No se lo pensó mucho Milagros pues Don Julián seguía siendo un marrano con ella, y antes de un mes tomó la decisión.

La víspera no pudo dormir, Julián había roncado como esas veces que llegaba tomado a casa. Pero esta vez no sólo su marido le resultaba un incordio, tenía salir todo perfecto en esa su primera incursión y la verdad es que hubiera preferido ir con Emilia en esa ocasión, pero ya estaba todo decidido, el que su amiga no pudiera ir no la iba a detener en la aventura que por lo visto muchas de sus amigas ya habían experimentado. No, ya hasta había pensado bien qué incluiría en su lista de actividades: ir al súper (sin olvidar el tequila favorito de Julián), llevar la factura del coche a la mucama de la casa del gestor de su marido quien le prestaría un dinero para pagar un favorcito a quién sabe qué sub secretario de la Contraloría que lo estaba fastidiando últimamente. Por otro lado, se le ocurrió encargar unos churros del Moro que están hasta el centro, para que en caso de llegar tarde tuviera una muy buena justificación para su retraso. Todo estaba bien planeado y aunque no durmió por estar pensando en todos esos detalles, cuando se fue Julián por la mañana, se puso a punto para resultar atractiva al pirujo que le pudiera tocar en turno. Se perfumó, tomó una buena cantidad de dinero, pues el servicio no sería barato y con ánimo de venganza y ansiosa por algo de placer se fue a la casona del Pedregal.

Todo era como había dicho Emilia. Sólo llegar le abrieron las puertas, y eso le gustó pues no quería que la vieran entrar ahí. Un guapo joven en sus treintas después de que amablemente le dio la bienvenida le preguntó si tenía algún pendiente de casa que ellos pudieran hacer en su lugar. Algo como ir al súper, la tintorería o lo que se le ofreciera durante su estancia en club, (que así lo mencionó él). Ella le entregó la lista de sus pendientes y el dinero para cubrir los gastos, así como la comisión correspondiente por el servicio. No omitió nada en su listado y pidió que fueran al Moro hasta el final del trayecto para que cuando ella llegara a casa los churros que iba a llevar aún se encontraran tiernos y hasta calentitos. Ese zagal estaba bien –pensó Milagros – Ya ni quería conocer a los demás. ¿Será parte del elenco? Y fue tan amable, tan dulce…

Todo marchaba como le había contado Emilia, su nerviosismo de la llegada había cambiado por inquietud. Sus sospechas se volvían razones para agradecer a los organizadores su buen servicio. Le asignaron una bella habitación que miraba justo a un patio interior. Se puso el bañador algo atrevido que había comprado para la ocasión, lentes oscuros para pasar desapercibida y zapatillas con tacón para lucir mejor sus piernas y nalgas. Revisó una vez más el maquillaje, no quería lucir fofa o cansada, a pesar de que no había dormido nada bien. El espejo ahora sí que era lindo con ella, se vio guapa, se sintió realmente feliz. Por fin los hombres verían que Milagros aún se encontraba estupendamente bien. Sus ojos purpúreos lucían intrigantes con el tono gris que había aplicado a su alrededor. Las manchas oscuras bajo los párpados habían desaparecido gracias al corrector que le había recomendado ese chico que la maquilló para su última cena con Julián, cuando fueron a casa del embajador. Su busto ya pendía demasiado para su gusto pero con ese lindo traje de baño recobraba su fuerza juvenil. Ya acusaban sus labios la edad, había desaparecido el volumen que provocaba la envidia de las chicas del Oxford cuando fueron al baile de graduación. Ahora eran no sólo unos labios delgados, si se ponía un poco de atención se podría ver que una mueca de hastío se había apoderado de toda la lozanía que mostraban todavía unos cinco años atrás. Claro que con el labial ese que daba volumen también se podía lograr un aspecto más jovial. Un último vistazo frente al espejo que le mostró que era aún bella la acabó de animar a salir.

El jardín era grande, observó encantada, contaba con una linda piscina oval en el centro y un fresno que daba sombra a quien no deseara el sol. Ella se tumbó a la sombra pues no quería llegar a casa asoleada y explicar un dorado que no podría aclarar. Comenzó a observar todo lo que ocurría ahí. No había más de tres señoras esa mañana. Eso si, muy bien acompañadas por unos chicos que parecían modelos sacados de una de esas revista de físico culturismo que tanto gustaban a Alfonso. En un momento dado salieron unos tipos hermosos que, en pareja, paseaban cerca de ella para que con todo cuidado tomara su decisión. De ese primer par de Adonis, uno tendría unos treinta y cinco años muy bien puestos y con todo en su lugar. El traje de baño, aunque menudo era a la vez discreto y seductor, encerraba una cadera de escultura aunque el paquete no se atrevió a mirar, pensó que podía ser de lo mejor. El primer galán exhibía unas espaldas de Tritón y el bronceado de la piel semejaba la miel que ella hubiera querido comenzar a libar. Le acompañaba un chaval menor, veinticuatro o por ahí, pensó Milagros. Uno maduro y otro más joven, así podían mostrar una variedad que se acercara a lo que a ella le pudiera gustar más. Definitivamente para ella sería un hombre más próximo a su edad. Esos jovencitos no sólo no le interesaban, estaba segura de que eran unos arrogantes que sólo pensarían en si ella los pudiera merecer. Si, tal como hacía Alfonso que sentía que nadie lo merecía y que nunca pensó que mamá también tenía sus inquietudes o que pudiera lucir bonita para algún otro señor que no su papá. Así son los jóvenes, pensó, todas las mañanas en el “gym” por las tardes sus amigos y ya en las noches un “mamá, no está planchada mi camisa de rayitas rosas que me quería poner para salir.

Las otras señoras del jardín se encontraban muy divertidas con sus galanes. Tal vez ya eran clientas habituales y por eso se habían hecho amigas de ellos. De vez en cuando entre ellos se hacían bromas y todos reían, era como en un club social, como lo llamaron al llegar. Eso a Milagros le hacía sentir más confianza, pensó que si se hacía clienta asidua, tal vez llegara a tener a su parejita de fijo para no tener ya que buscar. Eso si; ¡Sólo mientras que a ella no la fastidiara! Pues en ese lupanar, siempre podía tener la opción de cambiar. ¡Eso era justo lo que hacía más interesante el lugar!

Ya había elegido, pensó, se quedaba con el treintañero. Si, era su tipo, se veía buenísimo y la verdad es que no creía que surgiría uno mejor. Pero fue paciente, tal como había aprendido a serlo durante el último cuarto de su vida y que le había funcionado tan bien para no morir de frustración. Con un leve movimiento de cabeza indicó que quería ver a un par más. Pensar en lo que vendría provocó un orgasmo del que sólo ella había sido testigo. Esto era fantástico pensó, Don Julián y sus escamoteos, ¡Ja! el zorro de su marido restringiendo sus encuentros hasta haberla abandonado por quién sabe que asistentilla o colegiala que provocara una erección a ese pito encapuchado y pequeñito que ya ni en la playa lograba funcionar; ¡Ja, ja! Ahora ella era quien tenía el control. Ella escogía con quién y cuándo. Eso le resultaba sensacional. Era la dueña de su cuerpo, era dueña de sus placeres, podía coger con uno y en otra ocasión con otro y así hasta encontrar a su pareja sexual.

Se abrió la puerta y ya más animada por aquel coctelito que le ofrecieron nada más llegar, esperaba, con lascivia, la aparición de la siguiente pareja. Primero salió un morenazo de esos que siempre le habían quitado el aliento. Las nalgas pequeñas pero paraditas, duras; un trasero para besar, un culito apretadito pero que pregonaba un cuerpazo escultural. Un tipo de espaldas anchas, músculos plenamente definidos. Sin vellos en el pecho pero con una gran melena hirsuta coronando su cabeza. Un moreno de epopeya. Un tipazo con manos grandes y fuertes que te han de abarcar los pechos fláccidos, sí, pero aún sedientos de placer. Un bulto descomunal se adivinaba entre las largas piernas. Ver aquello simplemente era como sentirlo, y un nuevo orgasmo la hizo levantar sus nalgas en un fuerte deseo por darse al placer con ese máster del placer. No se recuperaba aún de la emoción cuando atrás de él apareció Alfonsito.

Supe por los periódicos que el tal Don Julián huyó a Brasil luego de que el partido de oposición entró a gobernar. Alfonsito trató de organizar y administrar los negocios mal habidos del papá y Milagros no volvió a aparecer en los desayunos de las amigas. Nunca quiso irse a vivir con el marido a Brasil, su libertad había llegado después y sin la casona del Pedregal. A los dos años conoció a Ramón, quien entre otras cosas ni cobraba, ni era un hombre público y pensó Milagros que tampoco la iría a traicionar. La casa aquella sigue con sus esculturas, ya no la visitan señoras encopetadas. Supe que todo se descubrió por algunas indiscreciones de los facilitadores, que tal era el nombre que se había dado a quienes realizaban las tareas de las señoras. Y ese negocio, de tan mayor interés social, tuvo que terminar, al menos con esa máscara del placer. Entiendo que la cosa ha cambiado mucho en estos tiempos. Ya las señoras tienen servicios de acompañantes que se hacen llamar “escorts” que anuncian sus servicios aún por catálogo y que se recomiendan unas a otras tal como lo hizo Emilia con Milagros. También existen los clubs o antros clasificados “sólo para mujeres” en donde chavales, que surgen de los “Gyms” , que en estos días han proliferado hasta en las colonias más populares, hacen actos de desnudismo vistiendo atuendos del Zorro, o el policía, el bombero, el cazador y demás. Todo es ahora tan común que ya nadie se espanta. Los maridos aceptan entre bromas la presencia de los gogo’s en las reuniones para despedir a las solteras o aún para las tardes de amigas que antes eran sólo para los niños y su Tae Kwon do. Maridos que por otro lado siguen pensando que sus mujercitas sí son santas y que sólo a ellos, los machos se les puede ocurrir engañar a la mujer.

Nicolás ya no vive con la familia. Casó con una chica francesa que conoció en la universidad. Ambos hacen sus estudios de maestría en La Sorbonne y no saben si algún día volverán al Distrito Federal.

Alfonso sigue soltero y por ahí dicen que hasta maricón se volvió. ¿Será?

lunes, 5 de julio de 2010

De ajolotes, mariposas y otras sabandijas




Por Luis Brotons
Claudio L. Quinzaños R.

Hoy me escapé de casa. Eran como las 11 de la mañana y lo sé porque fue justo en aquella hora que Justina, la cocinera, siempre sale a la tiendita a completar todo lo que usará para el menú del día. ¿Por qué será que Justina niega estar enamorada de Don Toño el dueño de la tiendita? A mi no me engaña. Yo he visto en su cuarto, escondida en su ropero una foto de esas grandotas y hasta con dedicatoria y todo. Y no es que sea yo una curiosa, no, qué va... Lo que pasa es que me gusta estar investigando por todas partes y siempre ando indagando acerca de todo lo que pasa en casa.

Y hoy cuando Justina salió dejó entreabierta la puerta del zaguán, y bueno, como desde hacía tanto tiempo que lo deseaba, me decidí y salí corriendo fuera de casa. ¡Claro que sólo era un ratito! No pensaba estar fuera mucho tiempo, tal vez lo justo para volver antes de que Justina o los demás se dieran cuenta de mi ausencia.

Salí corriendo por la banqueta, luego di vuelta en la esquina y me topé con ese parque que me gusta tanto. Me detuve un ratito sólo para gozar mi soledad y de que nadie me diría qué hacer o hacia a dónde ir. Era libre de husmear por donde yo quisiera. ¡Menuda carrera había pegado! Seguiría corriendo pues tenía que regresar rápido a casa. Me distraje un instante, no se cuánto tiempo pasó pero no creo que hayan sido más allá de dos o tres minutos. Me embelesé mirando unos animalitos como pececillos que nadaban en el estanque. Digo que parecían peces porque tenían la colita así, aplanadita. Pero eran raros porque también tenían como piernitas, muy pequeñas y parecidas a las de las ranas.

Yo estaba sola en ese momento frente al estanque, comencé a rodearlo para ver si es que habían más pececitos raros o quizás otras curiosidades que pudiera encontrar ahí. En ese momento, pensé que la aventura que estaba viviendo había valido la pena aún con ese esfuerzo y sudor. Muy despreocupada seguí mi camino, un poquito más adelante, y no sé cómo ni cuándo es que una mariposa me cautivó. Comencé a seguirla y aunque ella volaba, en momentos descendía casi al nivel del piso y eso me provocaba quererla capturar, no se, tal vez para poderla llevar a casa o por lo menos jugar un ratito con ella. Era de esas mariposas azules que sólo por su color y tamaño siempre me han provocado mucha curiosidad. Pero la muy canija volaba a veces muy rápido y se escapaba mientras yo, toda agitada, la seguía. A veces, cuando volaba bajo, era yo quien brincaba para atraparla pero luego ella se metía entre los arbustos y entonces no lograba ni verla, pues por más que me estirara siempre quedaba lejos.

Finalmente, la mariposa se escapó y sentí cierta humillación pues me daba cuenta una vez más de mi corta estatura, que en casos como éste resultaba un inconveniente, aunque en otros, como el escapar de casa ese día, o hacer algunas incursiones en mi afán de curiosear siempre mi estatura era una gran ventaja. Pero, creo que llegó a darse cuenta de mis intenciones aquella ninfa alada, y claro; ¡No se iba a dejar atrapa! Por más que miré a un lado y a otro no había ni rastro de ella. Me puse a correr a la derecha, luego me dirigí a la izquierda. También me subí a una banca para ver si la divisaba a lo lejos, pero nada. Ya no estaba.

Y tras mi frustración me percaté de que me había perdido. Me encontraba sola y no había ningún árbol, banca, fuente o poste que me pareciera familiar. Comencé a preocuparme, tenía que volver pronto a casa. ¿Pero cómo? ¿Qué hora sería? Tarde, supuse, ya que sentía hambre, por lo que debía ser más o menos la hora que comemos siempre en casa. De un carrito de hamburguesas me llegó un olorcillo que me abrió el apetito como cuando Justina está cocinando y se acerca la hora de comer. En ese momento añoré sus guisos y las probaditas que siempre me regala como premio por haberla acompañado un rato en sus quehaceres.

¿Pero y ahora cómo volveré? Eché a correr sobre mis pasos, o al menos los pasos que yo creía haber dado en mi camino hasta acá.

Rápido, rápido que van a llegar todos a casa y me van a echar en falta.

Pero por más que desandaba o creí que así lo hacía, me daba cuenta de que no me acercaba a nada que hubiera visto antes. Estaba perdida. Y ahora, además, con hambre y toda cansada por tanto correr y brincar.

Sentí miedo, como que quería llorar, pero si lo hacia los que pasaban por ahí se iban a dar cuenta de mi travesura y no sé si me iba a ir peor. Por lo pronto, mejor me quedé callada y busqué una sombrita para poder descansar y pensar mejor. No supe en qué momento me quedé dormida. Sólo recuerdo que lo último que estaba yo pensando era si acercarme a alguien para pedir ayuda o bien, encontrar mi camino por mí misma. Pero todos los que pasaban me eran desconocidos, y además, me provocaban miedo. Yo sabía que no podía hablar con desconocidos. No sabía cuáles pudieran ser sus intenciones. En alguna ocasión una señora muy güera y muy fea me insultó y sólo porque me tropecé con ella mientras jugaba con los chicos de la familia Sáenz. ¡Ay qué uñas tan largas y retorcidas tenía la vieja aquella! Pensé que me iba a rasguñar o a pellizcar y sólo me salvó que en ese momento se le rompió a la vieja un tacón que se le había atorado en una coladera. Ja, ja, ja, ja. Mi susto se convirtió en burla y me pude escapar, dejándola con todo su coraje y sus gritos.

Pero hoy no sé ni qué hacer. Ya está haciéndose tarde. Nadie pasa por aquí a esta hora, estoy sola. ¿Qué habrá pasado en casa? ¿Qué estarán pensando de mí? Y yo con hambre y frío. Tengo miedo. ¿Qué tal que llega un gendarme y me lleva presa? ¿Y si me quieren robar? - Tal vez caminando un poco más por ese caminito ya encuentre la casa. Pero; ¿Y si me alejo más?

- ¿Qué hago? ¿Qué hago? Me preguntaba. Ya no me estaba divirtiendo. Ahora todo me parecía un juego peligroso del cual no sabía salir. Siempre me ando metiendo en problemas pero es que no puedo evitar sentir interés por todo lo que pasa por ahí. Recuerdo que había un estanque con pececillos raros, pero no lo veo. Recuerdo la entrada al parque, ¡Claro! Tenía como un arco grandote con leones en las esquinas. Y si. ¡Si, ahí hay un arco. Voy para allá! Pero, no tiene los leones. En las esquinas este arco no tiene nada. Tampoco la calle me resulta familiar.

- ¡Qué hambre! Me duele la cabeza, mis piernas ya no aguantan, yo aquí perdida y ni una persona o compañía. Nunca había venido aquí de noche. Seguro que no hay mariposas, ni pececillos a esta hora. - ¿Pero qué veo? Una enorme rata que corrió y se metió debajo de ese árbol. - ¿Y si sale de nuevo y me muerde? ¿Qué hice? ¿Será cierta esa historia de que la curiosidad mató al gato? ¿Y si el gato murió precisamente por el ataque de una rata? ¡Tengo mucho miedo! ¡Justina! ¡Justina! - la invocaba con el corazón arrepentido por mi travesura - ¿Se habrá ido por fin la rata? ¿Será la única? Ya no la veía pero… No. ¡Ahora esa enorme cucaracha! Y me mira, creo que me va a atacar, no… Pero, ¡No se mueve, se le ve valiente como si me retara! - ¡Yo no quiero pleito cucaracha! Yo sólo quiero irme a casa pero no sé cómo volver.

La repulsiva alimaña mueve sus largas antenas pero no hace nada, de pronto echa a correr sin preocuparse siquiera por mi presencia. Entonces me relajo, me quedo un poco más tranquila pues aunque no se si son malas las cucarachas, no me gusta que me miren y menos ahora que estoy tan solita y cansada.

Sin más aviso, sale otra rata y corre. Me sobresalto. Luego otra y otra. Ahora parece una procesión. Salen ratas grandes, como la primera, chicas, gordas, largas, grises, pardas pero todas con unas horripilantes colas que a veces siento que van a chocar conmigo. Sus colas siempre me parecieron horribles. Advierto que ni les importo, no les provoco miedo o al menos algo de respeto por mi tamaño. Aunque soy pequeña, siempre una rata, por grande que ésta sea, resultará una enana junto a mí; ¡Claro que esto no me tranquiliza tampoco! Y luego, se asoman más cucarachas. Tal parece que durante la noche en el parque se dan cita todos esos animales asquerosos ya que de día nadie los suele ver.

Ahora si, ya de plano, me pongo a chillar. A ver si alguien me escucha, por favor. A ver si alguien me viene a ayudar, porque yo ya no puedo más, solita como estoy.

Por fin encontré un buen lugar para defenderme de tantas sabandijas. Me subí a una banca de esas del parque pintadas de blanco y creo que ahí no me van a poder tocar. No puedo confiar con certeza, en mi refugio, claro. ¿Qué tal que saltan hasta aquí arriba o que algún otro bicho pueda volar y me ataque?

- ¡Ay, Justina! ¿Para qué me tenía que salir de casa sola si siempre había alguien de la familia que me acompañara? Y siempre podía pasarlo bien en el parque o en cualquier sitio a donde me llevaran. Me encanta cuando vamos en el coche y por la ventana puedo mirar cómo pasan rápido los árboles y los niños que juegan en las calles. El domingo pasado hasta fuimos a una feria y me regalaron un bizcocho que aunque se me cayó, me había llenado toda la cara de merengue. Y se burlaban de mí los niños porque me había puesto color de rosa. Y la comida de casa… ¡Siempre hay un poco de caldo caliente cuando tengo frío! O por lo menos, galletitas de esas que me encantan cuando hago bien las cosas. Y Justina que tanto me platica y que cuando me ve triste me acaricia con sus grandes y gordas manos calentitas y luego me hace sentir tan bien.

- ¿Volveré algún día a casa?

- ¡Ya no puedo más! Eso si, ¡No me voy a quedar aquí esperando sin hacer nada! ¡No, no soy así! Yo siempre he sido valiente y me he salido con la mía; ¡Esta vez no será la excepción! Voy a encontrar la casa así tenga que recorrer todos los caminitos de este parque o hayan mil ratas y cucarachas por doquier.

Me bajo de la banca con determinación, eso si, con precaución y miedo pues la verdad es que como que las ratas están despreocupadas por el hecho de que esté yo ahí pero, a mi siempre me asustan. De las cucarachas no tengo por qué preocuparme, pues son como tontas. Sólo miran, caminan, regresan y vuelven a sus humedades sin más aspavientos. Pero es que las ratas… ¡esas sí que me dan miedo! Recuerdo una grandota que se metió un día por el garaje de la casa, no supimos cuándo entró (seguro que lo hizo en una de las diarias salidas de Justina). El caso es que nos dimos cuenta de que estaba ahí por primera vez un día que a Carlitos vio que su cuaderno de ingles estaba algo roto, como carcomido, por un lado. Él lo había dejado junto a la lavadora la víspera, mientras observaba hacia qué lado giraba la ropa durante el lavado y trataba de comprender, para un trabajo escolar, cómo era que se podía lavar tan bien. Veía y adivinaba. En ocasiones preguntaba, hasta que se fue a la cama sin darse cuenta de que había olvidado el cuaderno. Cuando al día siguiente Carlitos nos enseñó su cuaderno y nos acusaba de que alguno de nosotros se lo habíamos maltratado, de inmediato, supimos que había sido mordido y no precisamente por alguno de nosotros, los señalados por él. Así que Justina, en su ya larga experiencia de todo lo raro que ocurre en la vida, nos advirtió de la presencia de una rata. - Es más, dijo- la rata ha dejado su caca por aquí y nos enseñó unas moronitas pequeñas, muy pequeñas que si, efectivamente parecían semillas de ajonjolí color marrón.

Otro día se hizo un apagón en la lámpara que está al lado del sofá. El cordel también había sido mordido por la rata. Pero no la veíamos aún. Nadie la había visto nunca y sólo Justina nos advertía de su presencia. Un día, oí a Justina decir que las ratas eran animales malos y entre otras cosas podían pegarle a uno la rabia. Añadió que hacía muchos años las ratas habían acabado con millones de personas y que había sido por la peste que ellas les habían contagiado.

A mi francamente me tenían asustada las historias de Justina. Yo no quería toparme con la rata aquella por nada de este mundo. Pensaba que también a mi me podría contagiar. Y aunque no sabía qué era eso de la peste, a mi me sonaba como algo asqueroso, algo detestable o que olía mal y por eso se llamaba de esa fea manera.

En esos días ya no me sentía bien, ni comiendo. Sentía que la rata aquella tal vez había probado nuestra comida y no nos habíamos dado cuenta. La imaginaba como un ser extraño, temible, a veces invisible y otras ocasiones, hasta mágico pues nos hacía toda clase de maldades sin que se dejara ver nunca. Era como un ser que viniera de otra dimensión.

Por fin un jueves la atrapamos. Una noche cayó en la trampa que se había colocado para ella. No era de esas que atrapan con un fuerte gancho que la aplasta. No, la trampa era una cajita metálica con un sebo en el fondo de la misma para invitar a la rata a entrar, y una vez que tocaba con el hocico el bocado, la puerta de la caja cerraba y ya no la dejaba salir.

Entonces la conocimos. Todos le reclamaron. La insultaron, le hacían muecas. Yo la verdad no la quise ni verla. No sólo me había provocado miedo, algunas noches pensé que la había oído y nunca supe si había sido verdad o más bien había entrado en el mundo de mis pesadillas.

No supe qué fue de ella. Justina no volvió a hablar del asunto. Creo que sentía culpa porque la rata habría entrado en casa justo en una de sus diarias escapadas a la tienda de Don Toñito.

Y ahora estoy aquí, no con una sino con muchas ratas. No sé cuántas serán, pero a mi me parece que las hay por todos lados. - ¿Y si bajo y me atacan? ¿Y si alguna conocía a la rata de casa y se quiere vengar? No, sólo tenía que armarme de mucho valor y enfrentar mi búsqueda de regreso a casa. Ni siquiera ellas me iban a detener en mi intento de volver.

Bajé por fin de aquella banca y en vez de que las ratas me persiguieran para atacarme huyeron, lo cual me asombró y sólo alcancé a ver algunos ojillos brillantes a través de las hojas de los matorrales. Creo que esperaban a que yo me fuera de ahí para poder continuar con su verbena. Tomé el camino más amplio a mi alcance. En medio de él había una fuentecita con un niño de mármol que meaba, y me resultaba gracioso que pudiera ser un adorno algo tan vulgar. Pero en fin, por lo menos el niño era simpático, con rizos y regordete, como si fuese un bebé. Ya con más calma me percaté que no me había fijado en los grandes cuadros que tenía el piso. Eran rojos y con una rayita blanca entre uno y otro. Creo que no me había fijado en realidad en ninguno de los suelos por los que había pasado. Pero no, ahora que lo pienso, recuerdo que el del estanque de los peces raros era sólo gris y sin más chiste que eso. Este, por el que me dirigía, sí se veía bonito. Debía llevar a algo mejor que el estanque. Tal vez pueda llevarme a la entrada del arco de los leones. ¿Será? Entonces me entusiasmé. Ya no me fijaba en las ratas. Ahora buscaba la puerta, el arco, los leones. ¡Claro! Debí haberlo pensado todo el tiempo. El camino principal, el más adornado como éste, es la vereda que te lleva a la entrada y ahí es por donde yo llegué. Y en cuanto vea mi arco con sus leones podré correr a casa; ¡Ya todo se va a solucionar! – pensé-.

En serio que estaba lejos la entrada. Debo haber corrido otros cinco minutos desde que dejé la fuente del niño meón y no lograba verla. Y qué difícil me resultó el trayecto. Tres veces tuve que parar la carrera por unas ratas que atravesaban el camino de los cuadrotes rojos. La primera ocasión sí sentí que me atacarían: ellas cruzaban sin prisas cuando me vieron, y estoy seguro que pensaron las iba yo a atacar; pararon y en un medio giro retorcieron sus cuerpos mostrando sus dientecillos como para atacarme. Yo chillé por el susto, sentí que llegaba la hora de mostrar mi determinación y no me dejaría intimidar más. Ellas, creo que se asustaron más que yo y finalmente huyeron.

Luego fue lo de la segunda rata: Ya estaba yo bastante asustada por lo de las primeras. Iba ahora sí, poniendo más atención, y pronto vi un bulto tirado en medio del camino. En un inicio pensé que era una rata, pero no se movía. Tal vez dormía – pensé- pero no, no respiraba. Entonces debía ser un trapo, y como se encontraba justo por donde yo tenía que pasar pues me decidí a seguir mi camino así, sin más. A sólo unos cuantos pasos me hallaba cuando noté que de aquel bulto o trapo surgía una enorme colota horrible de rata y ahí supe de lo que se trataba. Me paralicé de espanto. Creo que hasta dejé de respirar. No me atrevía a mover ningún músculo no la fuera a despertar. Y no se si pasaron mil horas o sólo unos cuantos minutos, el caso es que al final de todo ese tiempo un feo olor me hizo darme cuenta de que se trataba de una rata en estado de descomposición.

El tercer encuentro fue el más angustioso. Ya había tenido bastante con las ratas que me retaron o aquella putrefacta como para poder aguantar casi lo que surgiera. Como que me estaba volviendo valiente y estaba dispuesta a no asustarme. Y si, pasaron varias ratas corriendo y ahora no por cruzar el camino. Ellas corrían casi junto a mí. Como si siguieran mis pasos, como si me quisieran acompañar. No buscaban mi compañía precisamente pero así lo pareció cuando por espacio de unos segundos me siguieron en mi carrera hasta perderse entre los matorrales. Iba yo confiada, con prisa por alcanzar la puerta y ya nada me preocupaba. De pronto pensé que mi suerte había cambiado nuevamente y que el regreso a casa se acercaba. No sabía lo equivocada que me encontraba. Detrás de una de las bancas del parque un chillido hizo que me estremeciera. Sentí cómo mi piel se erizaba y advertía que lo peor aún no había llegado en la desafortunada excursión. De nuevo el grito. No podía entender qué lo provocaba, ni si terminaría yo también siendo víctima de ese aún no visto ni sentido ejecutor. Sentí ruidos entre los setos. Algo se movía de prisa como en una terrible huída de aquel mal que acechaba. Pensé en mi fin, me imaginé destrozada por quién sabe qué tipo de alimaña. Su víctima volvía a gritar y más temía yo mi desventura. De pronto, todo se aclaró. Era una pareja de gatos que en una noche de pasión se daban ánimos en ese maullar que como gritos se lanzaban para conocerse aún mejor.

Volvió la calma en mí, pude continuar un trecho más y por fin llegué a la puerta. Efectivamente observé que se trataba del arco donde están los leones a los lados. ¡Había llegado! Pero; ¿y el estanque de los peces? Volteo y me doy cuenta de que es un caminito sesgado y gris el que me llevó antes hacia él. Ya es de día. Hay luz…

Corro a casa y la puerta está cerrada. Rasco con mis patitas delanteras para que me abran. Chillo quedito primero, a ver si me escuchan. Luego más fuerte, ahora sí me atrevo, pues estoy en casa y no me puede ocurrir ya nada. Me van a abrir, estoy segura y nunca más voy a escapar – me prometo- Ábreme Justina, soy yo, ¡Heydi! Wolf, Wolf, llamo lo más fuerte que puedo. No se si ladro de alegría por haber llegado o para que me escuchen, estoy feliz. He vuelto a casa. - Justina, Justina, ábreme, ya llegué.

Pero ¿qué está pasando? - No señor, no me lleve, aquí vivo, no, no por favor… No me lleve. ¡Noooooooooooo!

jueves, 1 de julio de 2010

Vivir o morir (la música)



Más sobre Fausto…

Luis Brotons

Ayer me prestaron un disco “LA DAMNATIION DE FAUST”, Berlioz, London. El embrujo de Fausto me volvió a atrapar. Volvieron a aparecer Maphisto y Margarita con su magia. Llovía copiosamente, el clima se prestaba para una inmersión a lo fantástico y la selección musical de esa tarde no me defraudó.

Las primeras notas fueron marcando esos paisajes duros, casi militares que habrían de permitir la entrada a Mephisto con su grave y perfectísima voz, haciéndome estremecer hasta lo más profundo de mi ser. ¿Con temores que despiertan, quizás…?

Y Berlioz logra el milagro de rescatarme con la canción gótica, dulcísima de Margarita. Me eleva y permite que entienda aún más el amor que por Fausto siente la enamorada.

Disfruto la música que propone el autor como si emergiera del pueblo y hace que ésta se vuelva cotidiana, bulliciosa.

Adoro los diálogos que ofrecen los protagonistas, la pasión que nos ofrecen. Un Fausto que empieza a conocer la felicidad con su amada. Una Margarita enamorada; ¿De un dios?

Tres veces he escuchado la Romanza de Margarita y verdaderamente me emociona, lo confieso, hasta las lágrimas. Habla del amor, de su amor que es divino y provoca que yo sienta en ese canto una plegaria que se eleva hasta los abismos de lo eterno.

Es como un himno de reconciliación con mis propios sentimientos de amor. Es lujuria desde lo estético. ¿Es eje de mi pasión?

Y Fausto se defiende del enemigo interno. A partir de Margarita reconquista su felicidad olvidada. Por el amor de su sinrazón los espíritus fantasmagóricos se revuelcan por la rabia y giran mareándome, fascinándome para atraparme en su encanto de lo irreal.

¡Al fin! La vida en un triunfo fuera de dudas. Es el grito de todo el pueblo quien avala esa verdad. Es el amor que ha vuelto a triunfar en esta interpretación fragmentaria del Fausto de Goethe.

Mephisto vuelve a ocultarse, Fausto a sus cadenas y Margarita a su jardín de amor. Esperarán otra interpretación artística que les vuelva a poner en vida. Otra interpretación bella que les permita el ser.

Mientras tanto yo guardo silencio y pienso en mis propias cadenas. En el amor. Y lo encuentro en las hojas de un jardín saturadas de agua de lluvia.

Gracias amigo Berlioz por haber confiado en mi sensibilidad.

Hector Berlioz (1803-1869)

LA DAMNATION DE FAUST

Kennath Riegel (Fausto)
Frederica Von Stade (Margarita)
Jose van Dam (Mephisto)

Orquesta Sinfónica de Chicago (Sir Georg Solti)