sábado, 26 de junio de 2010

Sol y cerveza

Sol, cerveza y… ¡Amor!
Por Luis Brotons

Con especial cariño al Dr. Luis Juárez


El sol me daba en la frente. Era domingo y realmente quería pasar un rato agradable con mi hijo Juan Manuel.

Aun estando sentados, el calor parecía derretirnos. Así era todos los domingos desde hacía dos años que Luis nos invitaba a acompañarle. Juanma y Luis parecían realmente hechos para ese clima, tal vez era tanta su alegría de poder acudir que no les importaba el sacrificio y aunque yo les veía sudar aún más que lo que se pudiera notar en mí, ellos estaban tan contentos que ni se molestaban por el calor.

Nada nos emocionaba más que el hecho de estar juntos una vez más y poder hablar sólo de esas cosas que para Juan Manuel resultan tan importantes. Yo aprovechaba para dejarle hablar todo lo que él quisiera, sin interrumpirle o sugerirle cualquier otro tema que le resultara más educativo o cultural. Su parálisis cerebral le hacía estar obsesionado con algunos temas y yo no quería en esos domingos perturbar su dicha o alejarlo de su pasión.

Me había desvelado la víspera viendo películas, platicando con Paty, navegando en el Internet, leyendo y en general afanándome por no dormir temprano pues me había querido desvelar.

Me arrancaron de un profundo sueño los chillidos de los perros avisando que era hora de despertar, aunque me faltaran aún unas tres horas de ese dormir reparador.

Todos esos domingos se parecían. Yo desvelado, Juanma con mucha ilusión. El calor que era intenso y sin una sombra que nos permitiera un poco de alivio. La espera de pie hasta que Luis llegaba con todos los demás, siempre nos permitía un rato de plática a Juanma y a mí. Cuando aparecía el grupo, todo se volvía saludos, bromas y sobre todo especulaciones sobre lo que ese día podía ocurrir. Y era siempre fortuito el desenlace... Unos especulábamos a que se lograría, otros a que no pero, siempre el resultado era lo que menos habíamos previsto en nuestras elucubraciones al saludarnos.

Ya todos reunidos, ingresábamos por el túnel de siempre. Era el único momento de sombras y yo casi me resistía a abandonarlo porque estaba fresquito y me resistía a enfrentar el sol una vez más. Pero en fin, a eso habíamos ido. No podía retractarme en ese momento. La idea de todos era continuar hasta el objeto de nuestra reunión.

Luego venía la decisión del lugar. Que si unos metros más cerca, o mejor un poco más lejos para ver mejor. Que si aquí pasaban muchos pisándonos, o bien que la voluminosa figura del aquél de enfrente no nos iba a permitir ver.

Ya sentado me distraía llevando la mirada a mi alrededor por ver si casualmente había alguien a quien yo conociera y que no hubiera venido con nuestro grupo. No, sólo el “güero”, el vendedor de las cervezas que me saludaba con la mano de lejos y me preguntaba con los ojos si ya queríamos nuestro par. Le digo siempre que no al principio como si un cierto pudor me retuviera pues estoy acompañado con mi hijo el menor y el que menos vicios le he conocido de los tres. Pero no dejo pasar más de diez minutos y como que ya me doy permiso y entonces le pregunto a Juan Manuel que siempre me dirá que sí, pero es él quien esos domingos es el dueño de mi voluntad y de nuestra salida juntos.

Habían transcurrido como veinte minutos cuando lo que veía me empezó a agitar se tensaban mis muslos como preparándome a brincar. Pero no, no era el momento aún. No se veía ningún indicio real de que valiera la pena siquiera el levantarme de mi lugar. Todo era una falsa alarma y seguí ya más tranquilo pues una nube cubrió por fin el intenso sol. Ya no estaba tan sofocado, podía disfrutar lo que aconteciera. Los comentarios de Juanma se cruzaban con los de Luis o de algunos acompañantes del grupo. En momentos todo volvía a ser como el principio, es decir, había una ola de entusiasmo y todo hacía que valiera la pena tanto sofoco y tanto gritar. Pero no ocurría nada importante, como que a veces el ánimo decaía y transcurría el tiempo sin más algarabía de la que nos podía dar la imaginación.

Mis ojos decían ciérrense. Mis ganas de estar con Juan Manuel me decían que no. Mi cabeza sudaba más por el sombrerete azul que me había prestado mi hijo, y digo sólo prestado pues él era el dueño de todo lo que en los domingos podíamos tener: gorras, camisas, tiempo… y aunque yo siempre llevaba la misma cachucha en la cabeza al volver a casa, como en un ritual, se la tendría que regresar.

Quería concentrarme en lo que acontecía. Pero mis pasiones no se dirigían a lo que veníamos a ver. Yo divagaba en acontecimientos que poco se relacionaban con el evento. Juanma se entusiasmaba y yo no me había fijado por qué. Y me sentía mal de no estar poniendo atención y realmente tenía que esforzarme por atender esos detalles que mi hijo mostraba o hasta para poder comentar alguno que él no hubiese sido capaz de observar. Ya más entregado al espectáculo, se presentó otra ocasión interesante. Me levantaba poco a poco como hacían los demás. Mi respiración se detuvo por momentos, me movía rápido con la cabeza hacia un lado y otro para no perder un solo detalle de lo que iba a ocurrir. De nuevo lo que veía era un buen intento sin una solución. Entonces surgía el letargo del sueño, del calor y me sentía frustrado, como si todo fuera mi responsabilidad y no pudiera ofrecerle esa alegría a Juan Manuel. Y así transcurrían los minutos y seguían fugándose mis pensamientos a lugares muy distintos que los que debían ocuparme en esa ocasión. Me concentraba y con facilidad, también me escapaba de ahí. Todo de pronto aparecía en cámara lenta. Mis ideas se hacían densas, mis deseos de atención volvían pero nada de lo que ahí ocurría lograba atrapar mi interés.

Tomé una decisión: No podía hacer mucho por mi sueño, el calor se podría soportar mejor ya con la nube que nos cubría y hasta podía disfrutar todo lo que veníamos Juanma y yo a buscar. Me hice el propósito de estar ahí. Así, puse mayor atención, limpié mi cara del sudor, miré de reojo a Juan Manuel y vi que seguía esperanzado y gritaba para hacer escuchar sus descalificaciones, insultos y propuestas, y él sí, nunca perdía la atención, lo que yo estuviera padeciendo era algo que poco le parecía importar, él seguía en lo suyo y con todo el entusiasmo que un experto, como él, podía mostrar. Ya de nuevo estoy en situación, poco a poco me fue tensando lo que veía. Ahora sí, mis párpados obedecían a lo que mi vista dictaba. Mis pensamientos se colocaban por fin en esa línea de atención. Me dejé llevar por lo que quienes conocían opinaban. Me permitía también expresar mi sentir. Me salían palabras seguras, como de sabiduría y había hasta quién con su mirada aprobaba mis comentarios y me seguía en ellos y confirmaba lo que yo audazmente me había atrevido a decir. El sudor ahora era de gozo. Me inclinaba hacia delante para poder mirar mejor. Mi respiración se aceleraba, mi charla se hacía más y más animada. Casi se me podía oír gritar. Me estremecía, me incorporaba y más gritaba, más me emocionaba... Creo que hasta llegué también a vociferar una ordinariez. Ahora gritaba y compartía con mi hijo.

Y no sucedía nada aún. Surgían de entre los que habíamos ido, las maquinaciones más creativas. Los gritos que lanzábamos se hacían pocos para expresar nuestra tan docta opinión que seguramente nos llevaría a lograr el orgasmo tumultuoso que veníamos a compartir. Todo se llenaba de gritos, en algunos casos las opiniones y sugerencias coincidían. O aparecían otros gritos que surgían para mostrar la sabiduría, experiencia y creatividad de los más audaces y conocedores. Así se podría demostrar a los demás que nuestro conocimiento y talento eran certeros y sabios. Claro que lo dicho sólo quedaba en una opinión de esas de un café, como cuando se reúnen cuatro o cinco a hablar de política alegando que se podrá mejorar al país si tan sólo alguno de ellos fuera escuchado.

De pronto todas las voces apuntaban a lo mismo, el momento era propicio, yo sentía que por mis venas la sangre corría más aprisa, la sudoración secaba, volviendo a surgir por momentos, con mayor intensidad: mis manos se contraían, mis brazos se habían quedado aferrados al frente como buscando atrapar lo mejor del momento; intentaba aprehender lo más que pudiera de esa oportunidad. Mis piernas rígidas, se preparaban para pegar un tremendo salto, un torrente de adrenalina sacudió mi cuerpo y todo en mí se preparaba para entrar en acción. Subió mi pulso y supongo que la presión sanguínea corría con mayor fuerza; aclaraba mi garganta para lo que estaba a punto de venir.

Poco a poco me levanté del asiento, pujaba y hacía grandes esfuerzos sin siquiera moverme de mi lugar; giraba mi cuerpo como en espasmos, y todo por ver mejor. Mis brazos entonces se estiraban y volvían a contraer, mis puños cerrados se abrían al llegar a mi rostro preparándome a tapar mis ojos si no llegaba ya lo que nos había hecho llegar hasta ahí.

Jalaba aire, llenaba mis pulmones preparando el grito que lanzaría en unos instantes más.

¡Gooooooooool! El marcador se ponía uno a cero favoreciendo a nuestros Pumas y una tarde de triunfo se nos descubría por fin a mi Juanma, a Luis, a los chicos del grupo y claro, también a mí. Al final del partido habíamos ganado uno a cero, estábamos todos orgullosos del resultado y los “cachunes” y vivas de nuestras porras hacían evidente el orgullo que entonces sentíamos de pertenecer a los hinchas de la Universidad.

Dos semanas más tardes volveríamos a vernos con Luis. No todos los chicos del grupo volverían, ellos eran pacientes del pabellón de oncología del Hospital Infantil, muchas veces eché de menos a alguno y no me atreví ni a preguntar la razón. Luis, que era uno de esos héroes anónimos, en su afán de entregar a esos chicos y sus padres no sólo su medicina sino su amor, nos invitaba a compartir con él esos encuentros que también constituyen una de sus grandes pasiones y nos permite a algunos aprender a vivir entregando el corazón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario