lunes, 26 de abril de 2010

Vivir o morir (la música)





Es llegar a la sala de conciertos. Mirar a la gente, tomar un panfleto en donde te narrarán con detalle qué es lo que puedes esperar del concierto de ese día. La gente viste bien, ya no como antes que íbamos de etiqueta si se trataba de Bellas Artes. Pero puedes ver que todos han cuidado su atuendo. Aún aquellos que estudian en el Conservatorio o la Nacional de Música. Visten desarreglados para el mundo. Arreglados para ellos. No importa, ninguno venimos a ser vistos aunque nos encante la idea de encontrarse a los amigos, a conocidos y hasta socios y competidores. Pero la música en este día va a unirnos a todos. Llego temprano sin más compañía que mis añoranzas de amor. Me sitúo en una comodísima butaca y ansioso leo el programa de ese día. Mahler; ¡Qué maravilla! Reflexiono y entonces advierto que es por eso que tantos y tantos nos hemos reunido. Somos muchos los que le amamos. Y será uno de sus conciertos con voces. Es algo exuberante. Las luces son tenues y todos miramos con curiosidad cómo se va llenando el recinto. Miro los techos, las paredes, la balconería y no dejo de asombrarme, a pesar de los años, de la belleza del lugar. Luego vuelvo a mirar el magnífico telón que exhibe los volcanes. Telón que es orgullo de quienes amamos las bellas artes y nos emocionamos al advertir su magnificencia y su manera de saludar.

Se levanta el paisaje y veo las sillas en semicírculo y el podio del director. Comienzan a llegar los músicos. Visten de gala y como es de noche el atuendo negro es el que mejor predice la solemnidad de la ocasión. Se colocan poco a poco, hay ruido entre los músicos. También lo hay en la sala. Bisbiseos, cofes de tos, saludos, pero el momento es de mucho respeto. Nadie grita, nadie se empuja, nadie ríe a carcajadas. Todo es discreto, callado como en un homenaje a tan culto lugar. Y yo no soy menos, sólo comento lo necesario con mi añoranza y vuelvo las páginas para conocer un poco más a todos los que en esa noche harán de nuevo la magia de la pasión. En medio de mi lectura advierto ya el “La” que ha dado el primer violín. Todos se alinean, ajustan los instrumentos, afinan, las partituras vuelven a ser revisadas y en una sola voz van buscando las escalas que pregonan la perfección. La tercera llamada ha avisado al respetable que deben situarse ya en su lugar. Prisas, pisotones, con permisos y agradecimientos se escuchan en la sala. Las luces se ocultan y una sola apunta a la izquierda del escenario donde el blondo director sale acompañado de una ovación. Saluda a sus primeros violines, sus integrantes y maestros de la sinfónica. Claro que saluda al público. Mira sus partituras perfectamente iluminadas. Prefiere las manos a la batuta y se prepara. El silencio total ahora llega y el mínimo cof o tropezón puede dejarse escuchar. Por fin va a comenzar.

Y ha habido otros momentos no tan sinfónicos. Recuerdo mucho esas tardes, noches que acompañado por un buen puro, un distinguido cognac, un fuego tenue en la chimenea y sentado en un buen sofá me he hecho acompañar por la música por el simple placer de sentirla en mi piel. Son o han sido situaciones hermosas, casi de sueño pues la música que en momentos se detiene en una larga y profunda nota evoca recuerdos y emociones pasadas. Convoca suspiros, lágrimas y sufrimientos. Conmemora éxitos, triunfos y soluciones. Música que cuando llena la estancia con todos sus instrumentos y suena y truena me hace recordar que vivimos en un mundo que gira y corre y gime y aplasta y señala y comprende pero que finalmente es nuestro hogar. Y luego caen las voces instrumentales y surgen las cuerdas del cello en su cántico de amor. Y pienso en lo maravilloso que es ese talento de los grandes compositores que nos permiten vivir tan sensiblemente su arte. Pienso en Motzart, en Wagner, Bethoven, Tchaikowsky. Y añoro mis versos y más añoro a quienes se los he gritado al oído y que nunca retribuyeron a mi nostálgico y apasionado cantar.

También hoy me acuerdo de ese fin de semana en Morelos donde mi primer contacto con la soledad tuvo lugar. Era una grabadora de esas magníficas de carrete abierto con un magnífico sonido y bella, bellísima música que escuchar. En aquél entonces Bethoven y Haendel hicieron mis días. Yo escribí y escribí al amor. Lamenté mi soledad. Callé todos mis sentimientos más íntimos. Hablé del amor que no podía ser, de la naturaleza equivocada, del drama de mi vivir. Lloré y lloré hasta quedar dormido. Volví el día siguiente a sollozar y fue hasta el tercer día en que comprendí que también mi mundo era maravilloso y que tenía una gran oportunidad. Entonces dejé el bolígrafo. Limpié mis lágrimas, callé y mejor comencé a sonreír. Era música, pero la nueva música la que se injertaría en mi alma y desde ahí la hice mi amante, mi amiga, mi confidente y el refugio en la soledad.

El maestro levanta las manos y aunque sus manos son suaves las primeras notas conquistan mis oídos. La emoción es mayúscula, siento un estremecimiento en todo lo largo de mi cuerpo. Es la sensación de placer y amistad que reencuentro una vez más. Todo es bello, la música, los sueños, mis sensaciones. Los músicos. Mis vecinos y todo fluye en perfección musical. Entiendo el mensaje. Comprendo el lamento y la aventura. Me envuelvo en ese lenguaje tan universal. Reconozco poco a poco los instrumentos. Una vez más quiero volver a distinguir y me imagino su origen. Imagino su construcción. Los músicos atacan, se inclinan, cambian páginas, se relajan y preparan para volver a intervenir. Las percusiones llegan perfectas. Siempre me asombro de los sonidos que pueden mostrar. Luego las voces, mujeres, hombres. Sopranos, contraltos. Barítonos y tenores. Bajos, mezzos, voces, cuerdas, cornos, metales. Vaivenes, sonatas, gritos, vítores. Todo en una armonía que narra más que canta otra historia que pudo la mía alimentar.

Ya es tarde. Pienso siempre en toda la música y en todos los que la escuchamos. Hasta la fecha nunca he conocido a nadie a quien no le guste la música. Claro está que todos diferimos en nuestros gustos. Nos apasionamos por distintas interpretaciones pero al final todos nos llenamos de la voz musical. Y entiendo al heavy metal. Al electro, el jazz. Reconozco el afán de los boleros, la ingratitud del amor que dañó. Entiendo el baile en la compañía de la música. La tarea del estudiante en su constante compañía musical. También la he reconocido en el metro. Y no precisamente en la que nos quieren vender y que no merecería ofrecerse en condiciones como las de ese lugar. No, oigo la música y me emociona en el que vende. En el pregonero, el que ofrece "que se va a llevar, está a la venta, en esta ocasión, damita, caballero y demás". Oculto las voces del que habla, dejo sólo la parte musical y entonces me asombro del canto que conlleva la oferta. ¡Es música! me digo; ¿Ellos lo sabrán?

Entonces llego a mi sala a escribir. Veo los árboles. Ya no llueve más. Los niños se asoman a mi ventana. Yo les veo jugar al balón. Todo es calmo. El mismo ambiente está cargado de música y agradezco a mi Dios.

1 comentario:

  1. Javier Castelltort14 de julio de 2010, 23:46

    Este cuento de una narrativa muy simple, me llevó al lugar del autor y en la distancia que ahora me separa de mi México, recordé la butaca que varias veces ocupe en dicho Palacio. El telón con los volcanes que no necesita mayor explicación, los vitrales de Tiffany, los mármoles de Carrara y lo ceremonioso del lugar.
    Con ganas busco ya el siguiente cuento y conocer por ese medio más a su autor.
    Felicidades
    Javier Castelltort
    Nueva Zelanda
    15 de julio 2010

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